Columna de Marcelo Contreras: Retrosónica
Los principales números ganadores de los últimos premios Grammy en Estados Unidos, Jon Batiste y Silk Sonic, desbordan talento y paralelamente carecen de novedad.
Fue el triunfo de los viejos sonidos, o los sonidos de los viejos triunfando en este presente de alta tecnología. El orden de los factores no altera el mensaje de la noche de los Grammy el pasado domingo: la institución del gramófono dorado aún no está dispuesta a ceder espacio a nada que no sea la propia historia musical de Estados Unidos con acento en las vetas afroamericanas del siglo pasado, en un movimiento consonante al último listado de la revista Rolling Stone con las mejores canciones de todos los tiempos liderado por Aretha Franklin, con notorios ecos del Black Lives Matter y las reivindicaciones femeninas.
Jazz, blues, rock, soul, rap, funk, son músicas omnipresentes desde que la nación norteamericana asumió la hegemonía cultural mundial hace un siglo a través de sus expresiones artísticas industrializadas, con el cine como punta de lanza. Este reconocimiento tardío de la música negra por parte del establishment es indiscutido, pero anida resonancias conservadoras por instancias como estos premios mayúsculos que responden a una multiplicidad de factores, solo uno de ellos la calidad artística.
Los principales números ganadores de la noche, Jon Batiste y Silk Sonic, desbordan talento y paralelamente carecen de novedad. En el caso de estos últimos, integrado por figuras de éxito como Bruno Mars y Anderson .Paak, el álbum debut An evening with Silk Sonic es una obra tan inmediata y reconocible por los referentes -James Brown y Prince, entre los más notorios-, como difícil de retener más allá del gozo pasajero. Sabe a todo y sabe a nada.
Justin Bieber sentado al piano, lo mismo John Legend. H.E.R. y su pastiche de R&B y hip hop. Lady Gaga con maneras de diva de la era dorada de Hollywood. En frecuencia retro similar, una magnífica Mon Laferte interpretando en vivo en la máxima gala de la música popular. Todos confluyen hacia un pasado con formas definidas y familiares, que parecen dar la razón a quienes creen que la mejor música popular es asunto de otros tiempos.
Así como en EE.UU. la Fórmula 1 nunca ha despertado mayor interés porque tienen sus propias competencias, les cuesta una enormidad atender otras etnias e idiomas cuando se trata de música. Los únicos candidatos a acaparar algo de reconocimiento de la industria estadounidense, el K-Pop y el urbano latino, géneros que efectivamente han conquistado ciertos espacios mediáticos de los norteamericanos, aún les resta trabajo. Las estudiadas coreografías de la boyband surcoreana BTS, no impresionan a unas audiencias con décadas de experiencia en distintos modelos del formato, desde The Jackson 5 hasta N’Sync.
El urbano latino, mucho más creativo unificando pasado y presente para proyectar el futuro del pop -Rosalía y C.Tangana convergen en esa línea-, seguirá enfrentando la barrera idiomática, a no mediar que alguna estrella que cante en español dé el batatazo. Bad Bunny, que no ha transado el idioma, parece encaminado. Con cinco álbumes publicados en EE.UU. suma 4.996.000 copias, una marca considerable. Si la caja registradora sigue sonando llegarán los Grammys de mayor envergadura, sin desmerecer su reciente gramófono por mejor álbum urbano. Pero sigue siendo tarea pendiente.
Cuando arrancó este siglo, Amy Winehouse era la novedad y luego Adele, ambas increíblemente exitosas con repertorios en completa reverencia con otras épocas. Los últimos triunfadores del Grammy funcionan idéntico. La música popular no puede romper con sus raíces y resulta lógico. Pero el futuro, según esta medida de la industria, brilla por su ausencia.