Columna de María Paz Arzola: Convivencia escolar, la misma fórmula fracasada
Un elemento común de las reformas en materia educacional que se llevaron a cabo en el segundo gobierno de la expresidenta Bachelet, fue el simplismo del diagnóstico en que se basaron, básicamente consignas que, si bien recogían un problema real, eran muy limitadas a la hora de explicar sus causas y, por lo tanto, de orientar soluciones eficaces. Así también, estas coincidieron en el modo con que, a grandes rasgos, respondieron a sus diagnósticos: entrometiendo al Estado en decisiones propias de los equipos escolares, imponiéndoles múltiples nuevas obligaciones que derivaron en numerosos protocolos y en una sobrecarga administrativa que los colegios hoy resienten.
Ejemplos de esto hay varios, pero por mencionar algunos, están las prohibiciones que, en respuesta a una insuficiente calidad educativa -problema real- atribuida a un supuesto lucro -diagnostico erróneo-, han terminado entorpeciendo la gestión educativa. O las nuevas reglas y restricciones para la admisión escolar que, diseñadas desde la sospecha de discriminación por parte de los colegios -diagnóstico erróneo-, pretendieron reducir la segmentación socioeconómica escolar -problema real-, objetivo con el que no han logrado contribuir ni un ápice.
Pese a dichos fracasos, hoy verificables, esta forma de abordar debilidades presentes en el sistema educativo quedó instalada y en los últimos años se ha seguido recurriendo a ella como si se tratara de una fórmula infalible. Así, basándose en diagnósticos simplistas sobre problemas complejos, se han introducido con cada vez mayor frecuencia numerosas obligaciones para las escuelas, sin el debido apoyo, gradualidad ni los recursos adicionales que estas requieren. En consecuencia, se han creado incontables protocolos y normativas ambiguas que han burocratizado la labor educativa y dificultado la toma de decisiones de los equipos directivos.
De manera similar, el proyecto de ley sobre convivencia escolar presentado recientemente por el gobierno podría convertirse en un ejemplo más de aquello. Es indudable que la violencia y las situaciones de maltrato son problemas graves que requieren enfrentarse con decisión. No obstante, el proyecto parece considerar que lo que las origina es una insuficiente democratización de las decisiones escolares y por ello propone fortalecer las instancias de participación, al punto de dotar a los consejos escolares de un rol resolutivo que amenaza la autonomía de los proyectos educativos. Así también, busca introducir nuevas obligaciones administrativas para los colegios, sin reforzar a su vez la autoridad docente, las atribuciones directivas o los recursos para darles cumplimiento.
En suma, se trata de un proyecto que insiste con la misma fórmula fracasada de los últimos años y que, de prosperar, es probable que no solo no logre su cometido, sino que termine cargando -una vez más- a las escuelas y los equipos directivos con la solución de un problema cuyo origen los excede y que seguirá sin ser resuelto.
Por María Paz Arzola, Libertad y Desarrollo
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