Columna de María Paz Arzola: El lado oscuro de los derechos en la Constitución
Por María Paz Arzola, Libertad y Desarrollo
Años atrás, la filósofa británica Onora O’Neill realizó una valiente crítica a la creciente introducción de reivindicaciones abstractas sobre bienes y servicios considerados como derechos universales, esto es, aspiraciones socioeconómicas que, aunque legítimas, no cumplían con el requisito fundamental de ir acompañadas de una asignación clara y precisa de quiénes eran los portadores del deber correlativo que se requería para poder reclamar su cumplimiento. Ello, en sus propias palabras, estaba llevando a una “inflación de derechos” que a la larga los convertía en mera retórica y, peor aún, en una “amarga burla” hacia aquellos que más necesidad tenían, en tanto se les prometían cosas como el derecho a la alimentación o a la asistencia básica que, al menos por esa vía, no había cómo satisfacer.
Hoy en Chile la reflexión de O’Neill debiera iluminarnos, pues puede leerse como un llamado de atención a quienes creen que tan solo por enunciar una lista de deseos bajo el rótulo de derechos se estará garantizando su cumplimiento y zanjando las dificultades asociadas a ello. El acceso universal a una educación de calidad o a atenciones de salud oportunas -por dar algunos ejemplos- no se alcanzarán por incluirlos de manera explícita y con pomposos adjetivos en el texto constitucional. Así lo demuestra también la evidencia disponible, que indica que aquellos países que han añadido más derechos en sus constituciones no destinan un mayor gasto público a dichas áreas y menos aún alcanzan mejores resultados hacia su cumplimiento.
El motivo de lo anterior es, posiblemente, tal como sugiere O’Neill, que inflar las expectativas no conduce a alcanzarlas, en tanto no se explicitan los mecanismos concretos para ello ni se llega a un acuerdo con quienes serán los responsables de cargar con los deberes asociados a su cumplimiento. Para eso, en cambio, se requiere dejar atrás la retórica y la ambigüedad, y enfocarse en políticas concretas que aborden estas materias en su complejidad. Muy lejos de cómo se ha llevado el debate constitucional en el país.
Con todo, esto ayuda a explicar por qué somos muchos los que vemos con escepticismo la inclusión de abundantes derechos en el texto que la Convención nos está proponiendo. No es por falta de sensibilidad o de compromiso con estas diversas aspiraciones sociales, sino porque buscamos dejar atrás la palabrería y dar paso a la acción: que el país pueda abocarse a estas demandas de forma seria y responsable, sin abstracciones. La dilución de éstas al etiquetarlas como derechos constitucionales, dejando en la oscuridad los elementos clave para hacerlas posibles, solo nos llevará -como predijo O’Neill- a una inflación de las expectativas de quienes sufren por sus carencias. Y nos hará además seguir perdiendo tiempo valioso, que en vez debiéramos destinar a consensuar mecanismos sostenibles para lograr cuanto antes su concreción.
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