Columna de Marisol García: Como antes, más que antes
El lenguaje inclusivo, la política identitaria y la cuarta hola del feminismo consiguieron modificar nuestras relaciones e incluso la propia conciencia sobre quiénes somos. Pero en la canción popular, el amor sigue experimentándose más o menos tal como lo articulaban crooners y baladistas antes de todo aquello.
“Luzco demasiado bien para estar solo”, previene él. “Les voy a contar que muero por verte, qué grande es mi suerte”, responde ella. Y al fin, la estocada: “Quiero agarrarte. No aguanto más sin comerte entera”. No hay cómo negar que las definiciones de género vienen trastocándose sin vuelta atrás, pero tres de los más difundidos singles de este semestre sugieren que las convenciones románticas y eróticas no necesariamente han acusado recibo.
O al menos no en el contagioso tú a tú de la música pop. Esos versos (en publicaciones 2021 del estadounidense Bruno Mars, la chilena Mon Laferte y el español C. Tangana) son ejemplos nada excepcionales de ejercicios recientes de seducción cantada que aún acogen los tópicos que hace décadas alimentan la canción de amor y de conquista. El lenguaje inclusivo, la política identitaria y la cuarta hola del feminismo consiguieron modificar nuestras relaciones e incluso la propia conciencia sobre quiénes somos. Pero en la canción popular, el amor sigue experimentándose más o menos tal como lo articulaban crooners y baladistas antes de todo aquello: como un trato monógamo y casi siempre heterosexual, de dedicación mental absorbente, y al que juventud y belleza le suman puntos de ventaja. Al romance ellos acceden en general por conveniencia, y ellas se entregan con ceguera. Quienes ganen la partida podrán jactarse («lo mejor de tu vida me lo he llevado yo»), y quienes pierden —la mayoría— se reencontrarán, ay, con «el frío terrible de la soledad».
Vivísimos debates cuestionan hoy los modelos machistas no sólo de géneros como el reggaetón, sino también en antiguos cancioneros de vocación inofensiva, como los de José Luis Perales (de amables pero jerarquizados roles domésticos), Café Tacvba (que a fines de 2019 mostraron La ingrata con un cambio de letra) o The Police (tardamos en reconocer al ex novio de Every breath you take como un acosador de manual). Al personaje artístico de Joaquín Sabina, la musicóloga feminista Laura Viñuela le reprocha su recurrencia por vestir de conquista el trato con prostitutas. Pero más allá de la (necesaria) discusión sobre si la música popular debe reflejar las causas de su tiempo o acaso dejarse normar por ellas, los atavismos del amor romántico y sus estereotipos asociados insisten en hacerse un espacio entre estrofas y estribillos. Como si el flirteo melódico fuese indemne a reivindicaciones. Incluso entre figuras anotadas a todos los empoderamientos de agenda, el molde sentimental logra encontrar su cupo milenario. “Romeo, llévame a un lugar en el que podamos estar solos / Tú serás el príncipe y yo la princesa / Es una historia de amor, baby, sólo di que sí”. No es Brenda Lee modelo 1962, sino un single de Taylor Swift.
Tentará a los reaccionarios verificar en estos versos la latencia de un viejo orden que se apresta a su restauración. Pero es más probable que la buena salud de la canción romántica pruebe que el reacomodo de piezas culturales diferencia entre lo que es urgente reformular y aquello que naturalmente irá encontrando su lugar. Hoy que los lazos son salvavidas, cierta música aparece como bastión de refugio para usos afectivos que tomará un tiempo más deconstruir (si es que sucede). En alusión al impacto del feminismo, Myriam Hernández admitía hace no mucho que lo de elogiar a quien vuela siempre lejos pero vuelve al nido ya no le hace tanta gracia como cuando lo grabó, en 1988. No por eso El hombre que yo amo ha salido de su repertorio. Como en toda relación, un cambio de condiciones no tiene por qué implicar una despedida.