Columna de Marisol García: Brindis por la escucha

payadores

La música popular chilena es un follaje de muchos elementos asociados, pero a la que en general se la entiende como un perchero de despliegue simple: aquí -bien a la vista- se cuelga a los exitosos y allá a los que no; más abajo las antiguas glorias cuya relevancia se conoce pero sin intención de sacudirles el polvo; lo folclórico luce pero ni lo muevan.



Animada por ese ímpetu difuso que conocemos como “espíritu dieciochero”, la Sociedad de Escritores de Chile (SECh) convocó este mes a un “Concurso de ‘Payas’” (las comillas y el plural son los de su afiche). Había premios, un único jurado y un instructivo motivador: “Darle realce a las Fiestas Patrias componiendo poesía popular en tiempos de pandemia”. El problema es que, según sus bases, lo que el concurso de “payas” buscaba no era realmente eso. De hacerlo, habría organizado encuentros en vivo en que los postulantes desplegasen su capacidad de improvisación e intercambio poético entre dos personas, esencia de ese arte; y no dejar habilitado un Gmail para enviar cuartetas o coplas escritas (“en archivo Word, letra Arial, tamaño 12”).

Entre otras tradiciones de septiembre, la de confundir públicamente paya, brindis, décima, cueca y rimas es de persistencia imbatible, y a ella volverán a empeñarse estos días incontables autoridades y rostros de televisión. Quedaría tan sólo como un estorbo para el combate desde el frente de la poesía popular -bien nutrido de mentes alerta- si no fuese porque es parte de una desidia mayor, un rasgo de auténtica chilenidad que trasciende las celebraciones patrias y a un género en particular. Suelen debatirse estos asuntos desde la cantinela de la falta de reconocimiento y aprecio por “lo nuestro”, con todo el ramaje de propuestas de educación escolar y difusión adjunto. Acaso sea más certero reconocer de una vez una ignorancia satisfecha consigo misma, que desde el gesto bienintencionado del recuerdo ocasional en verdad no sabe ni quiere saber más allá de lo ya recogido. La música popular chilena es un follaje de muchos elementos asociados, pero a la que en general se la entiende como un perchero de despliegue simple: aquí -bien a la vista- se cuelga a los exitosos y allá a los que no; más abajo las antiguas glorias cuya relevancia se conoce pero sin intención de sacudirles el polvo; lo folclórico luce pero ni lo muevan. Y así. Categorías rígidas que acomodan a los medios e incluso a gestores de cultura, que con ellas se aseguran sentencias fuera de discusión, y datos objetivos y a la mano.

Una de las corrientes de análisis musical más interesantes para la lectura la han desplegado pensadores europeos de melomanía evidente pero atención puesta no sobre quienes crean sino sobre quienes escuchamos, y cómo es que lo hacemos. “Hay una historia de la escucha, con sus mutaciones, sus rupturas, sus cambios de régimen”, recuerda el francés Peter Szendy, quien establece que entre nosotros y la música se instala una relación de responsabilidad, como en todo intercambio. El disfrute al oído no se alterará por eso, pero sí el modo de referirse a quienes lo permiten, creadores inscritos en una tradición, técnicos atentos a innovaciones, trabajadores por fuera de etiquetas simples (ya sea la de “genio” y “fenómeno”, como la de “voz del recuerdo” o “de moda”), divulgadores entusiasmados por las asociaciones y vínculos entre canciones. Hoy en Chile es un día de escucha. Las cuecas, tonadas, cumbias, rock, trap y boleros con los que brindamos no son música ligera.