Columna de Marisol García: Contaminados de salsa
Sucede con la salsa lo que también con otros géneros musicales nacidos como contracultura pero entibiados luego como fórmula. Por eso, quienes se aprontan a difundir su historia no buscan tanto establecer hitos, sino más bien pulir su distinción esencial, todo aquello que no puede medirse ni replicarse a voluntad.
Corrían tiempos difíciles para la salsa cuando el novelista cubano Leonardo Padura presentó la primera versión de Los rostros de la salsa, libro de entrevistas agudas a una docena de los más célebres nombres del género de baile sentimental nacido en Nueva York como expresión de la diáspora del Caribe hispano. Era la segunda mitad de los 90 y, entre otros síntomas de desgaste, “se había creado mucho producto estándar, de corta mira comercial y domesticado”, recuerda ahora el autor en el prólogo de una nueva edición -aumentada- para el volumen que el tiempo convirtió en referencia.
Pero incluso frente a ese cansancio salsero, explicado en parte por la distancia (temporal y espiritual) del barrio latino que había nutrido su origen, Padura no imaginaba entonces la deriva de “una reacción que aún estamos sufriendo (…) y por lo pronto no se irá: la era del reguetón”.
Así, lo que en otras circunstancias buscó afirmar los códigos en declive de una música que al fin ordenaba el relato de su trayecto histórico, se lee hoy como la defensa de valores culturales amenazados, cuyos adalides no por consagrados dejan de sugerir una situación de resistencia.
“(Soy) un representante de la complejidad que existe y que define al Caribe. Una mezcla de europeos con negros, mestizos y resabios de indígenas. La consecuencia de una mezcla feroz de los genes de seres animados por la esperanza invencible del que ha sido un perdedor”, se autodefine Rubén Blades, cargando en su persona a multitudes. De su infancia en el South Bronx agradece Willie Colón crecer “contaminándose con todos los folklores, modos de ser, músicas -el son, la cumbia, el aguinaldo-, y de repente dentro de uno todas esas raíces empiezan a fundirse muy naturalmente, sin contradicción…”.
El legendario Cachao (1918-2008) rememoraba la época en que “se sabía bailar, y el bailador escuchaba; no como ahora que todo el mundo habla”, y desde su bendito contrabajo hacia la pista, “nada más se oía el murmullo de los pies”.
Sucede con la salsa lo que también con otros géneros musicales nacidos como contracultura pero entibiados luego como fórmula.
Por eso, quienes se aprontan a difundir su historia no buscan tanto establecer hitos, sino más bien pulir su distinción esencial, todo aquello que no puede medirse ni replicarse a voluntad. Los rostros de la salsa -tanto como, antes, El libro de la salsa, fundamental referencia de César Miguel Rondón- instala al género como el cauce musical para un sentir colectivo de calle y comunidad, en el que las estrellas que despuntan nunca dejarán de parecer vecinos cercanos (de ahí el recelo de Padura al desvío de la llamada “salsa erótica”, que destaca a sus intérpretes por su imagen antes que por su voz), y donde lo que sea llamemos sentir popular aparece, primero, en movimientos del cuerpo, y no en intercambio intelectualizado.
Pero aquello es frágil, se cansa y no puede resistir para siempre los embates del mercado y la convivencia de ganancia individualista. De ahí al reguetón, estima Padura, hay más consecuencia que causa: el escape desde la pulsión del selfie, el descanso en la monotonía rítmica, la vitalidad acaparada por la libido.