Columna de Marisol García: Cosas que giran
También en la música deben saberse elegir las batallas. Ni un distorsionador de voz es el verdadero enemigo, ni quienes lo utilizan recurren a él para tendernos algún tipo de trampa (sin autotune, sonarían diferentes un montón de estupendos discos recientes, de Gepe a James Blake).
Preocupados ante las consecuencias de lo que tamaña revolución iba a implicar en la cultura, los opositores a la grabación de la música -que los hubo- buscaron en su momento el modo de hacer valer sus (muy tristes) argumentos. En 1906, al tanto del fonógrafo que Thomas Alva Edison comenzaba a comercializar en su país, el compositor estadounidense John Philip Sousa escribió para un diario: “Con este siglo XX han llegado esas máquinas parlantes y reproductoras de sonido que se proponen reducir la expresión de la música a un sistema matemático de megáfonos, ruedas, dientes, discos, cilindros y toda clase de cosas que giran. Preveo con ello un marcado deterioro de la música norteamericana y del gusto musical”.
Antes y después de su diatriba, objetos y recursos sin los cuales hoy no podríamos ni imaginar la escucha fueron también objeto de recelos; del micrófono a la guitarra eléctrica, incluso las fotografías en carátulas de discos y hasta las partituras. El temor lo alimentó algunas veces una inquietud creativa atendible -recuerda uno que, en la búsqueda de un primer lenguaje como conjunto, Los Jaivas eligieron en sus inicios un cauce de improvisación permanente que desdeñaba el registro en estudio como un cálculo inaceptable- pero en general se ha tratado del anclaje en un reaccionarismo estético que suele apelar a la norma conocida para establecer un “deber ser” tan discutible como innecesario. Olvidan aquellos espantados que incluso la tradición permanece atenta a su tiempo y entorno.
Por cierto, no hay gracia particular en la desobediencia per se; menos en la pachotada ignorante con pretensión de vanguardia (pocas cosas más aburridas que el desafío al cánon desde la insolencia sin talento). Pero sigue siendo hasta hoy llamativa cada queja contra la fusión de géneros, por ejemplo. O el desdén hacia la creación con máquinas enchufadas (hasta el más antiguo instrumento califica de aparato al servicio de un diseño determinado, ¿no?). Persisten asimismo los enemigos fieros del autotune, ese procesador de audio que en la segunda mitad de los años 90 comenzó a ser utilizado para “afinar” voces porfiadas hasta devenir recurso estético en sí mismo (distorsiona cualquier voz hasta volverla casi robótica o, mejor, hacer creer que eres Cher en Believe).
Está hoy por todos lados, y es marca característica de la música llamada “urbana”, tal como antes lo fueron las secuencias programadas en el pop ochentero, el hi-hat para la música disco o los solos de saxo en las malas baladas. Modas que van y que vienen, sin que haya por qué moralizarlas. Pero los opositores al autotune tuvieron la suficiente fuerza para hace poco prohibir su uso en la preselección de España al 66º Festival de Eurovisión (que, como Benidorm Fest, tuvo hace una semana a Javiera Mena entre los competidores), llegando incluso a descalificar postulantes por ello.
También en la música deben saberse elegir las batallas. Ni un distorsionador de voz es el verdadero enemigo, ni quienes lo utilizan recurren a él para tendernos algún tipo de trampa (sin autotune, sonarían diferentes un montón de estupendos discos recientes, de Gepe a James Blake). Habiendo hoy tanto distractor de talento legitimado, se acuerda uno del superado debate sobre Ley de divorcio en Chile: no es lo inevitable lo que mejora o empeora lo que queremos que exista, sino más bien la rigidez ciega (o sorda) de negarlo.
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