Columna de Marisol García: El caso Lollapalooza: Festivales y comunidad
Esta semana, el debate en torno al próximo Lollapalooza en Santiago (marzo 2022) engrosó la lista de desaciertos —ya tan extendida en pandemia— hasta lo deshonesto. Una cuenta asociada al equipo de la alcaldesa Irací Hassler tuitea sobre una empresa (la productora Lotus, se asume) que “engaña a sus clientes” (¿quiénes son éstos en un festival? ¿Asistentes? ¿Auspiciadores? ¿El propio municipio?).
A quienes trabajan con música, desde el rincón que sea, suele tenerlo/as sin cuidado aquella medalla verbal que otros otorgan como entre ademanes laudatorios: “Tú sí que sabes de música…”. Porque nada tiene que ver la música con memorizar trivia ni anécdotas biográficas. La técnica sin teoría es un oficio parcial; e insuficiente la definición estricta de estilos que no atiende a pulsos emocionales, a contextos sociales, a una determinada sensibilidad personal o el recorrido de una tradición colectiva. A innovaciones tecnológicas y apremios económicos, en fin.
Pero si “saber” de música es un concepto escapadizo, de su ignorancia y descuido hay señas por todas partes, y con pruebas cotidianas en Chile. Me refiero a conocer las dinámicas complejas que llevan canciones a las masas y sinfonías a la posteridad. Nunca es sólo talento. O suerte. O moda. El entretejido del quehacer musical —venga de dónde venga— involucra equipos afiatados y momentos precisos, que en países como el nuestro además deben aprender a trabajar entre la precariedad y el descuido institucional. De parte de quienes toman decisiones las pruebas del desdén son incontables.
Esta semana, el debate en torno al próximo Lollapalooza en Santiago (marzo 2022) engrosó la lista de desaciertos —ya tan extendida en pandemia— hasta lo deshonesto. Una cuenta asociada al equipo de la alcaldesa Irací Hassler tuitea sobre una empresa (la productora Lotus, se asume) que “engaña a sus clientes” (¿quiénes son éstos en un festival? ¿Asistentes? ¿Auspiciadores? ¿El propio municipio?). La concejala por Santiago Ana Yáñez hace lo propio con un “No le tememos a la democracia”, como si alguien la tuviese bajo amenaza.
Y su par Rosario Carvajal —quien como presidenta de las comisiones de “Barrios, Patrimonio y Desarrollo Urbano” y “Cultura y Artes” cuestiona al festival por el “detrimento persistente y progresivo del Parque O’Higgins” (ampliado luego en entrevistas contra precios de entradas “que claramente no está dirigidos a los vecinos”)— difunde un comunicado con una conclusión categórica: “Más comunidad, menos mercado”.
Plantear esta última opción como excluyente es justo lo que no necesita un sector impedido de trabajar con propiedad hace casi dos años. Compartir música en vivo es, en sí, una experiencia potente de comunidad, que a gran escala internacional sucede que precisa de contratos y cálculos tan implacables como un riff de Metallica.
Difundir y asumir la responsabilidad de las externalidades de los festivales y conciertos en Chile es, sí, tarea pendiente para muchas productoras más atentas a sus conquistas que a sus ineludibles lazos colectivos, tanto por las ventajas que éstos les otorgan a músicos, técnicos y comerciantes asociados, como por las desreguladas molestias contra vecinos y espacios públicos.
Pero el súbito apresuramiento de un debate que debió haberse mantenido en el cauce de la negociación transparente y argumentada, al menos sin subestimar el trabajo ajeno, tiene ahora a Lollapalooza-Chile en riesgo de no realizarse —no hay contrato internacional que aguante una suspensión de condiciones tan cerca de la fecha de compromiso—, y con éste el retroceso de uno, entre muchos, faros de reactivación que justificaban la expectativa sobre, bajo y detrás del escenario. También es participación ciudadana el acceso a una oferta cultural organizada sin falsos supuestos.
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