Columna de Marisol García: La prisión de la identidad
Al fin, el problema en la insistencia por fijarse una distinción en la música citando raíces a las que se llega de intruso/a no es lo poco convincente de tal cometido, sino la banalidad-selfie que muchas veces la motiva.
Le quita honradez a los debates sobre música popular desconocer que entre las autorías en circulación lo que muchas veces se defiende como identidad cultural digna de respeto —y vaya que fueron vociferantes hace un par de años los policías de la apropiación—, en verdad son ejercicios de estilo, más cerca del remedo que de la tradición.
Está muy bien que la canción pop de vocación competitiva tome ideas del flamenco, el tango o la ranchera, y con ellas enriquezca su intento de distinción en el mercado. Pero no otorgan esas citas por sí solas la hondura como para abrazar la vocería de una tradición completa. La inspiración es curiosidad vital, y por lógica será abarcadora, desregulada y espontánea (o no será). La normatividad creativa, en cambio, es regulación oportunista, y son sus ropajes de autoridad unilateral y dogmatismo cuasirreligioso los que chirrian. Me enamoraré contigo si me cantas como de pronto encandilado con el bolero; pero te ruego no cometas el despropósito de impostar acento cubano ni menos decirme que no califico como sentimental.
En su continuo de citas, recursos e invitados multinacionales, el nuevo disco de Instituto Mexicano del Sonido suena sobre todo a contradicción, lo cual es perfectamente coherente con un álbum titulado Distrito Federal. En su colorido homenaje a la ciudad que habita, el perspicaz productor Camilo Lara consigue que las muchas voces (tanto las que aparecen como las que se evocan) no se superpongan en jerarquías de legitimidad, sino que se articulen para, desde su diferencia, transmitir lo inasible del ruido, amabilidad, desorden y melancolía de una urbe como la capital de México. “Mi América no es tu América”, recuerda en un momento el muy británico Graham Coxon (Blur). A una polifonía así de vibrante, para qué imponerle la traducción de una identidad escogida.
“La identidad quita, la tradición da. La identidad es una celda donde encerrarse. La tradición, un maravilloso desván por descubrir”, describe Juan Claudio de Ramón en una iluminadora columna para el sitio The Objective.
Al fin, el problema en la insistencia por fijarse una distinción en la música citando raíces a las que se llega de intruso/a no es lo poco convincente de tal cometido, sino la banalidad-selfie que muchas veces la motiva. Sea en el Tiny Desk Concert de C. Tangana entre rumberos mayores o, por ejemplo, los magníficos dos discos que hace unos años Banda Conmoción trabajó sobre la fiesta de La Tirana lo que nos queda es el valor del encuentro, no la buena costura de músicos aplicados en la confección de un disfraz. Ser el mejor alumno en identidad panameña no le hubiese servido de mucho a alguien como Rubén Blades, cuyo nuevo proyecto, Salsaswing!, conduce en tres diferentes ediciones su tránsito por el sonido afrocaribeño, confluencia bendita entre tradiciones amplias que por suerte nadie nunca puso a competir. Quien grita «¡yo soy más auténtico que tú!» no sabe hacer buenas canciones.
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