Columna de Marisol García: Post música
Los compilados póstumos de Elvis Presley suman hasta ahora 117, sin contar reediciones ni cajas. La música post mortem es ya un subgénero de mercado que sigue una dinámica particular, sinuosa entre el coleccionismo respetuoso -el de grabaciones o testimonios iluminadores para el trayecto de un talento- y la explotación insensata del plástico por el plástico
Da mucho trabajo ser un músico muerto rentable. Biografías, documentales, tributos, box-sets: todo aquello que no se mostró en vida requiere supervisión constante, al menos para cuidar la impronta que tanto esfuerzo tomó forjar. Y vaya qué incomodidad no poder estar ahí para controlarlo. ¿Maquetas descartadas sonando en radios? Por montones. ¿Viejos Hi8 caseros que tu hijo olvidó borrar? A estreno en grandes festivales. ¿Canciones incompletas gentilmente rearregladas por tu rival en la banda? Faltaría más.
“Pinta un cuadro vulgar” titularon los Smiths a una de sus últimas canciones, descripción de la codicia extática en una reunión de ejecutivos disqueros que al fin tiene a una estrella muerta en las manos: “¡Reedita! ¡Republica! ¡Reevalúa! ¡Todo de…! ¡Lo mejor de…! ¡Sacia el ansia!”, canta allí Morrissey. No es exageración satírica: los compilados póstumos de Elvis Presley suman hasta ahora 117, sin contar reediciones ni cajas. La música post mortem es ya un subgénero de mercado que sigue una dinámica particular, sinuosa entre el coleccionismo respetuoso -el de grabaciones o testimonios iluminadores para el trayecto de un talento- y la explotación insensata del plástico por el plástico. Uno y otro borde se cruzan con demasiada frecuencia.
La nueva biopic de Aretha Franklin (Respect) se estrena cinco meses después de la miniserie biográfica Genius, con la misma historia aunque licencias restringidas por la familia (ambas son condescendientes e imprecisas por diferentes razones, se lee en las críticas). ¿Es realmente necesaria esa redundancia? Sucede todo el tiempo: el pasado julio con la publicación de un disco que Prince nunca quiso mostrar, poco antes con una película biográfica sobre David Bowie (Stardust) en la que no aparece ninguna canción del británico; las fotos de celular de un amigo de Amy Winehouse convertidas en libro Taschen de tapa dura.
En siete años, sobre Gustavo Cerati van al menos tres libros, un documental para cine (Un hombre alado) y otro para televisión, gira continental de tributo oficial y espectáculo circense. En estas páginas su biógrafo precisaba una distinción certera: “La superposición entre Soda Stereo como banda y Soda Stereo como marca”. Muerta una estrella, habrá cada vez más interesados en que esa distinción se confunda; que lo que es lucro cuele como homenaje, y que parezca fundamental lo descartado.
El más extraño tatuaje adorna el antebrazo de Anderson .Paak: “Cuando me vaya por favor no publiquen ningún disco póstumo ni canción con mi nombre. Esos fueron sólo maquetas que nunca quise que se escucharan en público”. Que su advertencia no reste nobleza. Solemos olvidar que escuchar a un músico muerto es un privilegio que hace no tanto tiempo nos trajo Thomas Alva Edison con su bendito fonógrafo. Por siglos, a la música se la escuchaba sólo si se la tenía cerca, en un “live” que era también visual y físico. Cómo no agradecer, entonces, el acceso a buenos discos que sus autores no alcanzaron a promocionar: entre los más recientes, Circles, de Mac Miller; entre los clásicos, Closer, de Joy Division. Es la técnica de nuestro tiempo la que nos permite desdibujar épocas y considerar por ejemplo a Billie Holiday una voz presente. Para negligencias odiosas, una muy frecuente en Chile: la reedición de discos antiguos sin créditos ni datos básicos en su carátula, a veces con alteraciones no sólo del arte original sino también del repertorio o las mezclas. Es lugar común decir que los músicos viven para siempre en sus grabaciones. Recordamos que también penan desde el descuido sobre su talento.
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