Columna de Marisol García: Sonidos en peligro de extinción
Más de cinco mil sonidos en cien países lleva recolectados hasta ahora el proyecto “Cities and memory”, fascinante web colaborativa en la que pueden subirse y escucharse tanto grabaciones directas como remezclas hechas por músicos y artistas sonoros para “músicas obsoletas”. En su mapa global aparecen algunos puntos georreferenciados en Chile. Alguien envió la percusión sobre balones de gas en plena calle, el trino del diucón y el paso de un ferry por los fiordos patagónicos.
Como las casetas telefónicas y las pastillas de anís, la chinchilla cordillerana y la vajilla de vidrio Duralex, también los sonidos pueden extinguirse y desaparecer. No me refiero al axé ni a las orquestas de swing —las modas ordenan un vaivén de estilos en el que, por supuesto, todo lo que sube tiene que bajar—, sino a timbres, pulsos y vibraciones que en algún momento les resultaron familiares al oído de muchas personas, y que el paso del tiempo deja, con suerte, en la memoria.
¿Cómo era que sonaban las cuerdas pulsadas de una sambuca en Pompeya? ¿Qué emoción habrá sugerido el soplido de las trompetas mayas que se ven en los murales de la antigua ciudad de Bonampak? Los cambios en su diseño o la muerte de sus únicos ejecutantes pueden llevar a determinados instrumentos a la extinción. Se habla hoy del oboe, el contrabajo y el fagot, entre otros, como merecedores de una protección especial que los resguarde en su condición de “minoría musical”, o al menos así los define una iniciativa británica que recolecta donaciones para fomentar su divulgación.
¿Cuántos rabeles quedarán en el sur de Chile? Chat GPT dice que no sabe.
Más de cinco mil sonidos en cien países lleva recolectados hasta ahora el proyecto “Cities and memory”, fascinante web colaborativa en la que pueden subirse y escucharse tanto grabaciones directas como remezclas hechas por músicos y artistas sonoros para “músicas obsoletas”: reproducciones de casetes en un Walkman, el paso de un tren a vapor, cascos de caballos sobre adoquines, el desmoronamiento de un glaciar. En su mapa global aparecen algunos puntos georreferenciados en Chile. Alguien envió la percusión sobre balones de gas en plena calle, el trino del diucón y el paso de un ferry por los fiordos patagónicos.
Luego de que en 2019 un incendio casi echa abajo la catedral de Notre Dame, en París, cientos de millones de euros en donaciones permitieron comenzar rápidamente con su restauración. Un grupo de investigadores trabaja hoy allí no en los muros ni los vitrales, sino que en la restauración de su acústica original, perdida en un veinte por ciento durante el desastre, y hoy sujeta al riesgo de que los materiales o terminaciones que se apliquen puedan alterarla para siempre.
El sonido siempre se cruza con la contingencia, aunque ni cronistas ni historiadores crean importante reparar en él como fuente de investigación. Allí está Heinali, músico electrónico ucraniano que en su disco Kyiv Eternal dispone un tributo a los sonidos locales que la invasión rusa acalló, desde el ajetreo diurno de la plaza central al pulso nocturno de sus bares (“Night walk” es el título de ese track) y los trinos en su jardín botánico. “Es mi modo de abrazar a una ciudad que nunca será como antes, aunque siga respirando”, explica. Nos olvidamos que, como los afectos, lo que ahora escuchamos no estará siempre allí.