Columna de Marisol Peña: Una golondrina sí hace verano
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En medio del receso veraniego, ha pasado casi desapercibida la decisión del Tribunal Constitucional de no admitir a trámite el requerimiento que dos abogados dedujeran para declarar la inhabilidad de la ministra Maya Fernández para permanecer en su cargo por haber celebrado un contrato de compraventa con el Estado respecto de la casa del expresidente Salvador Allende para destinarla a un museo, lo que le estaba expresamente prohibido por la Constitución.
Cabe recordar que, en el mes de enero, el pleno del Tribunal Constitucional admitió a trámite un requerimiento parlamentario contra la senadora Isabel Allende, otra de las vendedoras del mismo contrato, para que se declarara su cesación en dicho cargo por haber vulnerado similar prohibición constitucional. Está por dilucidarse, en la etapa de fondo, si el contrato se celebró o no, y si, efectivamente, puede estimarse configurada la causal que la alejaría de su cargo en el Senado, agregándose la inhabilidad de ejercer funciones o empleos públicos, sean o no de elección popular, por un plazo de dos años.
La resolución pronunciada por la Primera Sala, actuando en sesión extraordinaria, el pasado 10 de febrero, adolece de varias anomalías. La primera y más evidente es que el conocimiento de las acciones que persiguen declarar la inhabilidad de un ministro de Estado para permanecer en el cargo corresponden al pleno, esto es, a la totalidad de los ministros del tribunal, tal como lo exige el numeral 15 del artículo 31 de la LOC del Tribunal Constitucional. ¿Por qué decidió la viabilidad de la acción una sala integrada por cinco jueces?
En segundo lugar, y como queda en evidencia al leer el voto disidente del ministro Héctor Mery, la sala decidió no admitir a trámite la solicitud de inhabilidad de la ministra Fernández demandando al requerimiento un nivel de exigencias que sobrepasa las exigencias legales. Y es que se trataba solo de examinar si era coherente y claro lo que se estaba pidiendo, así como los fundamentos de la petición, sin exigir un análisis acabado que debía darse en los alegatos de fondo. El requerimiento era claro y se basaba, inequívocamente, en la infracción por la ministra mencionada del artículo 37 bis de la Constitución. La consecuencia de esa declaración debía ser determinada por el tribunal en su sentencia de fondo, y no por los accionantes.
Por último, se ejerció aquí una “acción pública” que es la que le corresponde a cualquier persona para activar la competencia del Tribunal Constitucional, lo que no mereció ningún tipo de consideración a su Primera Sala. Mal que mal, en una democracia constitucional, la acción pública es una poderosa herramienta para colaborar con el respeto de la Constitución, activando al principal contrapeso que existe al efecto: el propio Tribunal Constitucional. Por eso, esta decisión del 10 de febrero sí hizo verano, porque rompió el sano principio de que los particulares son también grandes defensores de la supremacía constitucional.
Por Marisol Peña, Centro de Justicia Constitucional UDD
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