Columna de Matías Rivas: Brigitte Bardot y la belleza salvaje
El destino literario de Brigitte Bardot es insólito. Fue una ídola erótica, una actriz envidiada por su belleza y descaro. Causó conmoción en la película Y Dios creó a la mujer, pero pasó a la inmortalidad cinematográfica por su papel en El desprecio, de Jean-Luc Godard. A fines de los años 50 y 60 su figura generaba polémicas, alteraba. Ciertas feministas la repelían, incómodas con la calidad de objeto sexual que la Bardot ostentaba sin vergüenza. No faltaron los hombres que la tacharon de indecente. Este conflicto se generó en medio de célebres debates sobre la emancipación. Observarlas juzgarse entre sí fue inquietante. Hoy también lo es, cuando el verbo gozar se conjuga cada vez menos por miedo a sus intérpretes.
En su libro Outside, Marguerite Duras publicó un ensayo titulado La reina Bardot. Señala que a muchas mujeres no les gusta, pues veían en ella una amenaza. A diferencia del resto, no iba junto al grupo, no pertenecía a una generación que se creyó de vanguardia y más inteligente que las anteriores. Duras responde a sus compañeras las críticas sin escabullir el conflicto: “Ella va sola, como una locomotora de la historia de la mujer o del cine, como se quiera. Ella desafía los méritos y los acuerdos. Más que esto, ella los aplasta”. Y agrega: “Se dirige, en el hombre, ante todo, al amor narcisista de sí mismo. Si se me diera una mujer como esta, piensa el hombre, la haría a mi modo hasta la locura. Sería dependiente de mí como nadie, y podría, finalmente por medio de ella, ejercer toda mi voluntad de someter. Pues una mujer perfecta ofrece siempre al hombre, de manera más o menos clara, la nostalgia de la mujer perfectible al infinito, por sus cuidados, una materia sobre la que ejercer, hasta la barbarie, su omnipotencia. La reina Bardot se halla precisamente, donde puede acabar la moral, y a partir de donde se puede abrir la jungla de la amoralidad amorosa”.
Lo que dice Duras tiene innumerables derivadas. Se trata de una discusión acerca de la belleza y sus contornos salvajes, sobre las repercusiones de un cuerpo cuando se instala en el imaginario colectivo como un ícono que encarna al deseo. De sus palabras se desprende un concepto del hombre como animal. Es una aseveración que podría vincularse a las ideas de Nietzsche, autor que circulaba en la cultura francesa de posguerra.
Bardot molestaba a los conservadores de todos los sectores, aun cuando la desearan en secreto. No se esperaba de ella más que posara. Algunos la consideraban un ideal encarnado, otros la veían como una libertina, un mal ejemplo. Hay crónicas de esa época que la tratan como una degenerada, una devoradora de hombres por los sucesivos amantes que tuvo.
Simone de Beauvoir vio en la polémica que ocasionaba Bardot una posibilidad de ampliar el feminismo hacia el placer. En vez de condenar y de escandalizarse, publica el pequeño libro Brigitte Bardot y el síndrome Lolita. Así, convierte en una cuestión compleja lo que solo parecía un síntoma social. La autora de El segundo sexo posee un conocimiento de la antropología que le permite referirse desde una perspectiva singular al personaje. La pone en calidad de excepción, la vincula a una actitud menos represiva y más inconsciente: “Ella sigue sus inclinaciones. Come cuando tiene hambre y hace el amor con la misma sencillez exenta de ceremoniosidad. El deseo y el placer parecen atraerla más que las reglas y las convenciones. No critica a los otros. Actúa según sus deseos, y eso es perturbador”. El significado de este último concepto es el la belleza genuina, irresistible. A la que no es posible oponerse, según De Beauvoir, sino más bien queda aprender de su capacidad para convencer sin retórica.
Brigitte Bardot se retiró temprano del mundo del espectáculo. Lo hizo cansada de responder por su conducta. Declaró: “No soy un monstruo, soy posiblemente una vedette, pero al precio de muchas destrucciones. Por eso quiero que me olviden”. Hoy se ha vuelto una anciana inundada de resentimiento fascista. Sin embargo, la historia de su juventud como celebridad abrió un espacio para que otros especularan a partir de ella sobre temas que la excedían. La pregunta sobre qué es lo bello, cómo evoluciona y qué lo condiciona son cuestiones que no han variado. Susan Sontag, en su ensayo Un argumento sobre la belleza, va a describir como, en determinado momento histórico, lo que era invulnerable por su perfección se volvió negativo. Lo refinado y prestigioso comenzó a verse como excluyente. Advierte: “La belleza del rostro y del cuerpo atormenta, subyuga; esa belleza es imperiosa. Tanto la belleza que es humana, como la belleza que se crea (el arte), despiertan la fantasía de la posesión”.
La filosofía, la religión y la publicidad han elaborado estereotipos de belleza difíciles de superar. Analizar estos modelos es un ejercicio pertinente. No obstante, el enigma no tiene principio ni fin racional. Negar las emociones que la originan, intentar prohibirlas, es inútil. Aunque los fanáticos anhelan ese control. La libido es un impulso que se escapa, que entrega energía y tormentos. La pasión se sostiene en su fuerza. El pecado y el privilegio la rodean.
Recordar los mejores tiempos de Brigitte Bardot, incluidos sus escándalos, es una forma de sacudirse del polvo moralista que circula en el aire. Su mito ha sobrevivido a las reiteradas declaraciones nefastas que ha expresado durante su extensa vejez. El cine y la fotografía la inmortalizaron en vida.
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