Columna de Matías Rivas: Cómo decir que no
Decir no es una forma de resistencia, de manifestar el desacuerdo sin tener que dar explicaciones. Es un derecho mal visto cuando se ejerce, pero fundamental para mantener el amor propio a salvo. El modelo clásico proviene del relato Bartleby, el escribiente de Herman Melville, cuyo protagonista responde “preferiría no hacerlo” a órdenes e invitaciones.
Giorgio Agamben advierte que “poder no hacer” ayuda a dominar y administrar libremente las facultades. Y señala los riesgos de la ceguera respecto de nuestros límites. Nada nos hace tan pobres y dependientes como perder la lucidez y la consistencia a la hora de actuar.
El primer ensayo de Manual para destinos defraudados de Anne Boyer, comienza así: “La historia está llena de gente que simplemente no lo hizo. Dijeron no, gracias, se voltearon, escaparon al desierto, vivieron en barriles, quemaron sus propias casas, mataron a sus violadores”. Plantea que el rechazo a veces radica en quedarse quieto. En mostrar indiferencia y distancia. Propone perder horas en vez de perfeccionar el apuro. Confiesa que a ella le gusta el no, que es un mantra: sigiloso, portátil, incapaz de bajar los hombros. Y agrega que “las palabras son útiles para trastocar el mundo en la medida que son baratas, comunes, portátiles y generosas”. Menciona a los autores que han formado la tradición de la negatividad, entre otros, Emily Dickinson y George Oppen. Sostiene que la poesía es un género adecuado para la exploración de esa vertiente, que es una perspectiva y un refugio.
La negación es una estrategia de sobrevivencia que excede a los artistas. La puede practicar cualquiera que desea restarse o mantenerse invisible de su entorno. Por ejemplo, estar o no en las redes sociales es una decisión voluntaria. Implica el dilema de aceptar o no estar presente. Afecta al ego. Ser alguien fácil de rastrear da confianza a los que nos miran. A la vez, nos quita misterio e intimidad.
En el año 1977, la escritora Clarice Lispector acudió al programa de televisión brasileña Panorama. Fue la última entrevista que concedió en vida. Sin estridencias ni rabia descarta abordar ciertas preguntas. Cuando le consultan en qué momento se transformó en escritora, contesta: “yo nunca lo asumí”. El periodista intenta averiguar el nombre de la protagonista de su próxima novela. Ella lo impugna con amabilidad: “No lo quiero decir, es secreto”. Lispector afirma que repudia las concesiones. Acota sus respuestas, de esta forma evita exagerar y confesar. Remite la ansiedad a los cigarrillos que fuma delante de las cámaras.
La idea de que es necesario callar para oír con atención es efectiva. El silencio de uno desata la voz del otro o permite escuchar los ruidos. Algo similar acontece cuando uno dice que no. Se cierran las expectativas evidentes y surgen inquietudes, dudas. Se desencadenan procesos como la recusación y la preferencia por el olvido. Beckett apuntaba a indagar lo ignorado, la intemperie. Las frases que brotan en esa zona vienen marcadas por la escasez. Para encontrarlas hay que olvidar el conocimiento y conectarse en lo esencial, con el murmullo de la mente.
Ante el anuncio de la muerte, la disyuntiva entre hacer y no hacer se convierte en una determinación final. Gonzalo Millán decidió no tratarse el cáncer que lo roía. Se inclinó por dejar testimonio de esta postura en Veneno del escorpión azul, un diario de muerte en el que narra su día a día envuelto en la incertidumbre y los síntomas. Es un libro tremendo, lleno de observaciones cotidianas y metafísicas. Se refiere a las lagunas que se van generando en la memoria, a los espacios en blanco, al hecho de ir borrándose. Su no a la medicina significó la aparición de una sensibilidad única que pudo sondear antes de morir.
Enrique Vila-Matas clasificó a los investigadores de la negatividad en Bartleby y compañía. Cuenta episodios que muestran el carácter y la poética de quienes produjeron obras singulares. Algunos abandonaron la literatura o vivieron en sus márgenes. Juan Rulfo y Arthur Rimbaud son dos casos célebres: desconfiaban de sí mismos y enfrentaron sequías creativas.
La precariedad es un terreno fértil para las ofertas tentadoras e inconvenientes. La más habitual es la proliferación de trabajos pagados simbólicamente. Hay que saber evitarlos ya que traen decepción y resentimiento. Es difícil, pues en ocasiones es la única posibilidad.
Con la disposición de las horas ocurre algo semejante. Aunque la mayoría posee como único capital el tiempo, abundan quienes desean gastar el ajeno con sus monsergas. Son los lateros que Horacio denunció en una de sus sátiras. No aceptar al ladrón de minutos que se solaza con sus dichos, es crucial. Es un arte burlar a los inoportunos dueños del tedio.
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