Columna de Matías Rivas: El fantasma es mentira
Este texto fue escrito para la exposición La Nueva Postal de Carlos Bogni y Roberto Merino que se inaugura el jueves 31 de marzo en Centro Cultural Palacio de la Moneda.
Roberto Merino y Carlos Bogni forman parte del depósito cultural de estas últimas décadas. Sus trayectorias son heterodoxas. Merino es poeta, ensayista y cronista; Bogni es artista, fotógrafo y diseñador. Lo sofisticado y lo pop se cruzan en las miradas de ambos. Cada uno ha trazado una línea oblicua que atraviesa el ámbito conceptual y se desliza hacia lo poético. Retratan sus inmediaciones vitales con los destellos de sus inconscientes. Lo hacen desde una perspectiva liminal: capturan epifanías, recuerdos, sueños y secretos.
Otra cualidad los une: no tienen ansiedad por figurar. No creen en las estrategias. Las pulsiones que los provocan son distintas. Presumo que las cicatrices no son evidentes. Están cerca del deseo y la vida material. Además, asumen un trato con la tradición que desobedece las obligaciones con la actualidad. El pasado es una experiencia esencial sobre la que vuelven.
La exposición y el libro La nueva postal constituyen un agenciamiento. Deleuze llamaba así al hecho de juntarse con otro para hacer algo nuevo, que nace de la tensión entre dos personas. El deseo se activa de esa manera. Y a veces genera producciones que exceden lo sentimental, en este caso, la amistad. Merino y Bogni se conocen desde que eran estudiantes, sin embargo, algo aconteció hace poco tiempo que articularon sus voluntades con la finalidad de reunir fotografías con textos.
Esta obra es una correspondencia subterránea. A la visualidad despejada, lisa, ultra limpia que propone Bogni, responde Merino con notas digresivas, llenas de sinuosidades. Los textos comentan las imágenes con ambigüedad. El nudo invisible que ata lo visual y lo literario descansa en el diseño preciso de cada página. Más de alguien podría entender La nueva postal como una parodia al pie de fotos, pero es solo una ilusión óptica. Merino y Bogni también están conscientes de las eventuales proximidades con las tareas de Eugenio Dittborn y Juan Luis Martínez. Por lo mismo, huyen amablemente de sus severidades. Le quitan dramatismo y solemnidad a la operación artística; le otorgan humor, cavilaciones y un lirismo seco.
La nitidez y el color de las fotografías de Bogni se ponen en juego con las interferencias de Merino: las notas opacan el brillo y le dan una consistencia espectral. “El fantasma es mentira que se ve. Su mirada busca la nuestra solo para abrirnos heridas no del todo sanadas. Su mirada es en ese sentido un artefacto de pantomima”, escribe Merino acerca de la foto de un pájaro cayendo a toda velocidad del cielo, en picada. Sin duda dispara la imaginación hacia lo que se percibe con el ojo de la mente.
El psicoanálisis es quizá el dispositivo más preciso para desmontar La nueva postal y darle una lectura posible. El discurso disociado, entre lo que se observa y lo que se dice, es una de sus claves. El nudo invisible que liga a las palabras con las fotos es el misterio de esta secuencia. Lo oculto se vuelve vibrante, lo inexplicable está a la vista gracias a la inclusión del delirio. Entonces la evocación de asuntos cotidianos se mezcla con la melancolía y la risa. El texto logra otorgarle extrañeza a las superficies. Merino involucra un yo existencial ante lo que vislumbra. Quizá podría adherir a las sentencia de Lacan: “El límite donde la mirada se vuelve belleza, lo he descrito: es el umbral del entre-dos-muertes, lugar que he definido y que no es simplemente lo que creen quienes están lejos de él: el lugar de la desdicha”.
A partir de una perturbadora foto, que Bogni le sacó a la cabeza de un caballo, Merino entrega un poema que comienza con los versos: “La risa fue sepultada aquí como una idea, / los pómulos me pesan como un código / y el rostro es el lastre que se arrastra”. Y termina aseverando: “Y no sé nada: cierro los ojos y rumio / lo que haya que rumiar aunque sean cardos”. La incomodidad y la angustia se evidencian como un lastre, un cansancio inherente del que no hay como huir. Sus autores conocen ese agotamiento, funcionan con él, es una disposición metafísica y una forma de resistencia al modo impuesto. Está presente en la economía de recursos que practican: brevedad y concisión.
Indagar en las percepciones es una tarea propia de sujetos contemplativos. Cuestión que a Merino y Bogni les interesa. Sin ir más lejos, han ejercitado en sus respectivas biografías la quietud. El acto de detenerse ante una fotografía, comporta salir de la velocidad que nos rodea. La concentración es necesaria para distinguir los detalles y las variaciones. Estos aparecen sin apuro, se notan luego de examinar con cuidado y despacio. Fijarse en los escritos que acompañan las imágenes es aún más lento. Requiere de curiosidad. Las letras son pequeñas y las anotaciones no poseen información. Son frases que se clavan en la pupila. Directas, cortantes, eficaces. Su destino es atraer al espectador y, posteriormente, envolverlo en un ritmo verbal. Así, la emoción primera del acto de ver queda trastocada por el ingreso de las digresiones y de un tono interior, independiente de supuestos.
Modular el golpe de vista, la impresión original, es uno de los desafíos estéticos que presenta La nueva postal. La sensación queda desplazada cuando el acto de mirar ya no es suficiente; es necesario descifrar, comprender –en ocasiones– asuntos enigmáticos, como crónicas de circunstancias mínimas o impresiones laterales.
Una cuota de nostalgia habita en estas láminas. Recuerdan la pulcritud del diseño de las revistas de vanguardia de los años setenta. Etapa de formación de Merino y Bogni. La fuerza de La nueva postal radica en la ausencia de pretensiones inaugurales. Su identidad es limpia y frontal. Se sostiene como relato. Y, a la vez, gravitan sus piezas individuales. Posee, en ese sentido, una estructura similar a los volúmenes de poesía.
Conozco a Merino y a Bogni hace décadas. Que se hayan involucrado en un proyecto como La nueva postal fue una sorpresa. Según me contaron, la libertad fue un requisito infalible. Ingresaron a un trance, una comunicación intuitiva sin necesidad de más acuerdos que el envío de fotos y las sucesivas réplicas con acotaciones y versos. El resultado es singular e inquietante. La sensibilidad de los dos forjó una poética que punza los nervios y agita la inteligencia.