Columna de Matías Rivas: El presente eterno de Joy Division

Curtis
Ian Curtis.


Una y otra vez escucho la canción Atmosphere, de Joy Division. Percibo que se relaciona con las emociones que flotan en el aire. Al menos las que alcanzo a intuir. Es una canción desolada, de una banda musical que marcó una época y cuya relevancia se acentúa con los años. Por supuesto, esta no es solo una experiencia mía, sino que se verifica en lo que señala, por ejemplo, Mark Fisher: “Si Joy Division importa hoy más que nunca, es porque ha captado el espíritu depresivo de nuestro tiempo. Escuchen Joy Division hoy y tendrán la ineludible impresión de que el grupo estaba catatónicamente conectando con nuestro presente, su futuro”.

Atmosphere fue compuesta en 1979. Es una oscura declaración de amor llena de tristeza. Ian Curtis –vocalista y compositor– se había enamorado de Annik Honoré, situación que le trajo serios problemas conyugales. La letra habla de esta situación: caminar silencioso, huidas y confusión. Fue producida por Martin Hannett. La cantó Ian Curtis poco antes de suicidarse a los 23 años. Su voz grave se acopla a los sintetizadores que toca Bernard Summers, la batería de Stephen Morris y en el bajo de Peter Hook. Crean un sonido denso, pesado, difícil de olvidar.

El famoso video que se hizo es póstumo, de 1988. Fue dirigido por el fotógrafo y cineasta Anton Corbijn, que además dirigió la película Control, que cuenta la historia de Joy Division. En él aparecen imágenes de sujetos encapuchados acarreando objetos en una playa vacía. Se intercalan escenas de los músicos. Tanto la música como su representación visual se han vuelto emblemas del post-punk. Misterioso y nostálgico.

La pregunta que surge es qué tiene que ver esta balada sombría de hace 30 años con la actualidad. La respuesta que elaboró Fisher es que vivimos en un tono similar. En 1979 prevalecía “una sensación de que el futuro estaba clausurado, de que todas las certezas se habían disuelto, de que solo había una creciente melancolía por delante”. Algo similar se podría señalar luego de la pandemia, con sus millones de muertos, y de la falta de expectativas que la siguieron: las crisis, las guerras, el fortalecimiento de los extremos, escasez. Las expectativas de muchos fueron aplastadas por una realidad que tuvo indicios apocalípticos. Ahora impera el hastío, el bajón. Las ganas de decir que no. La palabra ilusión se ha vaciado por completo. Queda un presente que se diluye sin visibilidad en el horizonte difuso.

Greil Marcus recuerda las lecturas de Curtis para explicar las composiciones de Joy División. Dice que provenía del punk, era admirador de Iggy Pop, pero que había leído a Ballard, Sartre, Faulkner, Nietzsche y Dostoievski. Mientras Sex Pistols se limitaba a lanzar frases rabiosas y con veneno, Curtis decidió aseverar: estoy podrido. Lo hacía en un tono hipnótico, ensimismado, destinado a acabar con cualquier posibilidad de vanidad o estilo.

Simon Reynold señala que hay un vínculo con The Doors y añade que Curtis estaba roído por la epilepsia y los barbitúricos cuando grabó Atmosphere. Cantaba con la cabeza nublada, minada por la culpa y el extravío. “Fieles a una represión emocional típicamente británica, ni sus compañeros de banda ni Hannett eran capaces de hablar honesta y abiertamente con Curtis acerca de sus problemas. Así y todo, sí parecen haber absorbido su dolor y haberlo recreado sonoramente”, escribe Reynolds.

El sufrimiento de Curtis provenía de la enfermedad y también de su trabajo en una oficina gubernamental dedicada a buscar trabajo a personas discapacitadas. Su desamparo impregnaba a los demás integrantes en cada reunión. Eran momentos en que la derecha dura asomaba del brazo de Margaret Thatcher en Inglaterra. Un fantasma que vuelve a salir a escena en varios países, incluido el nuestro. El paisaje que emana de las composiciones de Joy Division es tan universal como el ruido de un taladro o la postal de un terreno eriazo. Surge en cualquier lugar donde arrasan la falta de expectativas y la pobreza: zonas plagadas de edificios idénticos y de zombis que pululan anestesiados con drogas letales. Antes era la heroína, hoy es el fentanilo.

Joy Division fue el último salto del rock hacia lo desconocido. John Savage lo sintetiza así: “Llevaba inherente un elemento de peligro, lo que hacía que no supieses qué iba a ocurrir. Cuando ibas a verlos tenías que cambiar tu concepto de lo que hasta entonces era un concierto de rock. Además, allí veías la creatividad espontánea de unos músicos que no tenían ningún privilegio”. Identificaron la soledad y supieron expresarla con un sonido severo y frenético. Son actuales, pues como sostiene Giorgio Agamben, “el presente que la contemporaneidad percibe tiene las vértebras rotas” y sólo se puede observar desde el anacronismo y la distancia. El tiempo le ha otorgado nitidez al repertorio de Joy Division. La canción Love Will Tear Us Apart es un símbolo romántico, un clásico del siglo XXI, cercano a los goces masoquistas. Transmission y She’s Lost Control siguen causando impresión y el secreto placer que entregan la voz sombría, los ritmos convulsivos, la guitarra fiera y los azotes de la batería.

Algunos críticos apuntan que fueron los últimos originales. Introdujeron un sonido impredecible e definitivo. Esto lo confirma la deriva de la banda al morir su vocalista. Formaron New Order con un tipo de música distinta. Ya no tenían que sustentar el peso existencial que traía la presencia y el tono de Ian Curtis. Ese tono subterráneo posee su mayor calado en Atmosphere. Un himno a la angustia y las ruinas. Oírlo provoca un extraño consuelo.