Columna de Matías Rivas: Estoicismo de emergencia
Me cuenta un amigo librero que desde hace un tiempo los antiguos estoicos se han vuelto una lectura solicitada. Entra gente joven a preguntar por Epicteto, me advierte con sorpresa. Quizás buscan consuelo, le respondo. Sonrió y me mostró un par de tomos antológicos que tenía en vitrina. En las contratapas estaba la explicación: el estoicismo en la actualidad es una manera de resistir la incertidumbre.
Camino a mi casa me fijé en los vendedores de libros que ocupan las calles. Quería corroborar lo que me habían dicho. Al poco andar vi que cada uno tenía entre los volúmenes exhibidos alguna edición de autores estoicos. Consulté por un volumen de las Epístolas a Lucilio. La respuesta fue escueta: está reservado, los escritos de Séneca se piden con anticipación. Es filosofía para la vida, autoayuda, agregó el vendedor. Y continuó: da consejos y evita las explicaciones aburridas.
Fui a revisar la biblioteca. Encontré los libros de los estoicos con innumerables marcas. En las Meditaciones de Marco Aurelio hay una que sintetiza las ideas centrales que sostienen esta filosofía: “Desecha, pues, todo lo demás y conserva solo algunos preceptos. Y además recuerda que cada uno vive exclusivamente el presente, el instante fugaz. Lo restante o se ha vivido o es incierto; insignificante es, por tanto la vida de cada uno, e insignificante también el rincón de la tierra donde vive. Pequeña es asimismo la fama póstuma, incluso la más prolongada, y esta se da a través de una sucesión de hombrecillos que muy pronto morirán, que ni siquiera se conocen a sí mismos, ni tampoco al que murió hace tiempo”. Se trata de un llamado radical a la humildad, un recuerdo de nuestra condición de seres efímeros, pero con aspiraciones ridículas e inconducentes a lo eterno. Es una notificación a los que se sienten superiores y a los que pierden el tiempo ejerciendo la vanidad.
Intrigado por averiguar por qué Epicteto era tan solicitado, fui tras él. Era un filósofo griego del siglo II d. C. de enorme influencia. Consideraba a Sócrates y a Diógenes modelos del sabio estoico, acertado en sus juicios y sus comportamientos. En un breve prólogo a sus Máximas, Francisco de Quevedo consignaba: “Cerró nuestro filósofo toda la doctrina de las costumbres con estas dos palabras: sufre, abstente”. Me detuve al azar en varias máximas. Se referían a la austeridad, al manejo de las expectativas, al control de las emociones y al abandono de todo afán por someter lo que nos excede. Su pensamiento es individualista e implica asumir los límites y las frustraciones. No molestar con nuestras costumbres es un deber. Según este precepto la posibilidad de aburrir, de dar la lata, es censurable: “Cuando te hallas en compañía no te extiendas demasiado en contar tus hazañas ni los peligros que has pasado. No has de creer que los demás tengan tanto placer en escucharte, como tú tienes gusto de discurrir”.
Aunque es curioso resucitar una tradición que tiene más de 2000 años como una manera de sobrevivir hoy, no es la primera vez que ocurre. Michel de Montaigne, en el siglo XVI, se reconocía como un seguidor de los estoicos. En sus Ensayos son citados profusamente, ya que su concepto del ser humano suponía resistir el dolor. Pensaba que debíamos aceptar la impotencia ante el deseo por controlar lo que está fuera de nuestro dominio. Combatió el miedo con el saber y la sobriedad. Afirmaba que la muerte requería preparase con dedicación. Le tocó habitar un período convulsionado en lo social y político. Se refugió en una torre consagrado a leer y a escribir.
Con cierto temor a hacer el loco, les comenté a mis hijos si habían oído de la tendencia. Me contaron que en YouTube existían miles de tutoriales sobre estoicismo, que era una moda que llevaba un rato y se aplicaba a distintos casos. Por ejemplo, un aviador norteamericano estuvo encarcelado 7 años en Vietnam. En sus memorias, Stockdale habla del estoicismo, describe cómo las enseñanzas de esta escuela lo reconfortaron cuando estuvo preso.
Empecé a atar cabos luego de observar un par de videos. Lo primero: el estoicismo pop es una versión degradada. Basados en dos o tres consignas, cientos de gurúes han armado un imperio comercial que vende consejos para atenuar la neurosis. Ocupan prácticas ligadas al sacrificio, como meterse a una tinaja con hielo con la finalidad de salir entumidos y llenos de energía. Enseñan a tener una actitud prescindente con el deseo. La finalidad es evitar conflictos, en particular, funas. Ven en el sexo un peligro: entrar en una zona donde la lógica está supeditada al instinto, cuestión no recomendada por los filósofos que aspiran a evitar toda perturbación. Incitan, en cambio, a no angustiarse ante el destino rutinario. Recomiendan la frugalidad y la suspensión de las opiniones contingentes. En síntesis, es un estoicismo de emergencia, un producto diseñado con la finalidad de soportar la perplejidad ante el devenir.
Me inclino por pasar de largo ante el estoicismo moderno, es una manera de justificar el egotismo, la avaricia y la indiferencia, y, de paso, negar el inconsciente. El clásico es más sofisticado y consistente. Está expuesto con belleza en los textos. Distingo –en esa órbita– una estirpe de escritores pulcros y templados, como Antón Chéjov y Natalia Ginzburg, que poseen un carácter firme, cuyas historias mezclan episodios que conjugan la ternura, la piedad y el amor propio.
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