Columna de Matías Rivas: Fleur Jaeggy: sublime extrañeza

Fleur
Fleur Jaeggy.


Hay poca información acerca de Fleur Jaeggy, según ella, la justa y necesaria. El misterio constituye parte esencial de su persona y literatura. No le gusta exhibirse por su extrema timidez. Su obra está escrita con una prosa exacta y despojada, que genera en el lector sensaciones físicas. Sus críticos más sagaces han dicho que su escritura es afilada, capaz de llegar a la zona secreta donde se esconden las emociones perturbadas. Ocupan el término: “sublime extrañeza” para destacar sus cualidades. Tienen razón, pero no es suficiente. Algo evanescente, fantasmal, que se escapa a cualquier definición, es medular en la poética de Jaeggy. Cuenta que antes de escribir elimina palabras, trabaja con la sustracción, la resta, los fragmentos.

En Los hermosos años del castigo, una novela de carácter autobiográfico, la protagonista narra su paso por un instituto de mujeres riguroso y claustrofóbico. Tiene catorce años y está siendo formada como una esposa correcta junto a otras alumnas de clase alta. La perversión del ambiente que la rodea -exigencias y castigos que apenas disimulan el sadismo que esconden- son caminos directos a la locura. El colegio podría ser un preámbulo al manicomio. La represión es la regla a seguir. Es un libro emparentado con Jakob von Gunten, de Robert Walser, a quien Jaeggy le destinará uno de sus ensayos. Ambos abordan con ironía las heridas que dejan los años de formación. Las enseñan con un humor gélido.

El viaje de una hija adolescente con un padre hierático es el tema de la ficción más conmovedora de Fleur Jaeggy. La protagonista va hilando recuerdos a partir del anhelo por un hombre con el que no vivió mucho, pues al separarse, la madre se la llevó a vivir junto con la abuela. Al poco tiempo, él caería en la ruina. Pero compartieron por dos semanas en el crucero Proleterka, que le da título a este libro. Zarparon en Viena con dirección a las islas Griegas, para finalizar en Venecia. La trama expone la distancia infranqueable entre los dos. Al comienzo, la joven constata: “Johannes viste ropas oscuras. Impecable. Casi no nos hemos dirigido la palabra”. Descubre a un sujeto inquieto, formal, que no sabe cuánto tiempo le queda: “el sol se le mete en el alma, en el corazón enfermo, en los ojos descoloridos, desteñidos desde hace generaciones”. Ella es una mujer que conoce la soledad y quizás es lo único que comparten. Los pasajeros del barco hablan en alemán y muchos se conocen entre ellos. Ninguno se aprecia mucho, el ambiente es denso. La complejidad de la historia se debe a la superposición de episodios y a que la voz que los hilvana se desdobla. Las alusiones a la nouvelle Billy Budd, de Herman Melville, es la clave de esta lectura. Jaeggy nunca esconde su modelo.

Escojo estos breves volúmenes, intensos y magníficos, ya que permiten vislumbrar con nitidez su talento y dan pistas oblicuas sobre su existencia. Nació en Zúrich, Suiza, en 1940. Se trasladó a vivir un tiempo a Roma y París, y luego a Milán, donde aún reside. Escribe en italiano. Trabajó en la editorial Adelphi y estuvo casada con el eminente Roberto Calasso. Ha publicado traducciones de Marcel Schwob y Thomas de Quincey. Los gatos forman parte de sus afectos primordiales, al igual que los cisnes. En una entrevista, declaró: “En el castillo alemán tenía un amigo, Erich. Era un cisne que salía del agua cuando le llamaba y venía a mi habitación. A menudo paseábamos juntos. Le daba de comer. Pero hay que tener cuidado, porque los cisnes pueden ser feroces, muerden. Él encontró en mí una compañía. Antes siempre estaba solo”.

En los relatos de Los últimos de la estirpe, uno se topa con la destreza de Jaeggy en su máxima expresión. Podría definirse como un conjunto de retratos. Unos imaginarios, como La heredera, que muestra a una huérfana de diez años que incendia la casa de su madre adoptiva; o Agnes, la historia de amor entre dos púberes que termina cuando una contrae matrimonio. Y varios son perfiles de sus cercanos. En La sala aséptica registra los días finales de su gran amiga, la poeta Ingeborg Bachmann, por cuyo intermedio conoció a Thomas Bernhard. Al neurólogo Oliver Sacks consagra Un encuentro en el Bronx y a Joseph Brodsky le dedica un texto llamado Nedge. Los describe con una perspectiva que deriva de la experiencia. Son vistas parciales, singulares, de sus cómplices.

Tres obsesiones están presentes en su trayectoria: las atmósferas ominosas, los deseos torcidos y la angustia. En su estilo la levedad y la exactitud son sus marcas. Jamás repite su forma de acercarse a estas cuestiones. Se prohíbe aburrir con rutinas. Por eso escribe epifanías, trozos, y lo hace de forma resuelta, ágil. No le interesan las conclusiones ni el tono solemne.

El universo creado por Jaeggy es tan extravagante que ha sido comparada con Djuna Barnes. Si bien sus maneras de abordar el lenguaje no se parecen en nada, poseen en común actitudes que las relacionan: una producción escasa y cuidada, distancia extrema de la vida pública y ausencia de opiniones y referencias en torno a la actualidad.

En una conversación telefónica con Guillermo Piro, Jaeggy le señala: “A quien leo constantemente es al maestro Eckhart, el místico. Lo leo desde hace años y me sigue siempre a todas partes. Es uno de esos libros que siempre me viene a buscar”. A lo que responde el periodista: “Yo intenté leer a Eckhart y he de reconocer que no entendí una palabra”. El consejo de ella es revelador: “No es necesario entender. Pruebe a leerlo con los ojos cerrados”.

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