Columna de Matías Rivas: Gonzalo Millán, un recuerdo urgente
Las omisiones suelen retumbar de manera subyacente, tienen un significado oculto, generan sospechas. Lo pienso por el poeta Gonzalo Millán, que escasamente se ha mencionado en relación a los 50 años del Golpe. Su libro La ciudad, imposible de encontrar a la venta, aborda este día nefasto con una maestría poética única. Se trata de una obra experimental, armada como un conjunto de versos breves que describen hechos estrictamente objetivos. Carentes de todo lirismo, en ellos se observa un escenario urbano por el que transita la desesperación, el miedo y la ferocidad de la opresión militar. El ritmo del poema es una letanía, con repentinos quiebres, que subrayan el tono reiterativo. En muchos de ellos, la realidad es descrita al revés para dejar al descubierto la esencia de esa jornada: “El río invierte el curso de su corriente. / El agua de las cascadas sube. / La gente empieza a caminar retrocediendo. / Los caballos caminan hacia atrás. / Los militares deshacen lo desfilado. / Las balas salen de las carnes. / Las balas entran en los cañones. / Los oficiales enfundan sus pistolas. / La corriente se devuelve por los cables. / La corriente penetra por los enchufes. / Los torturados dejan de agitarse. / Los torturados cierran sus bocas”.
Millán publicó La ciudad el año 1979 en Canadá, mientras estaba en el exilio. Aunque los vínculos entre los de afuera y los de adentro eran tóxicos, vuelve a Chile a dar un recital clandestino. Queda un registro y, décadas después, sale en el documental de Patricio Guzmán sobre Salvador Allende. Sin duda el viaje tenía la intención de inscribir su voz en un período fundamental de la literatura chilena. Ya era un poeta con un libro reconocido, Relación personal. Y venía trabajando con elementos pop y la distancia objetiva. En una entrevista con la revista Piel de Leopardo, en el año 1994, dijo: “La dictadura corrigió mis poemas”. Con lo que se refería a cómo su estilo se modificó con el destierro. Se convirtió en un sujeto en tránsito, al margen. Obligado a criticar sus escritos desde una perspectiva que sólo la lejanía le concedió, integra referentes nuevos, como Charles Reznikoff –al que tradujo–, George Oppen, Louis Zukofsky. En vez de la voz, prefiere la mirada. Según sus palabras: “un estado de tensión y lucidez” que se concreta al sintetizar la experiencia en imágenes.
En ese mismo período en Chile aparecen libros claves, como La nueva novela de Juan Luis Martínez, Purgatorio de Raúl Zurita, Lumpérica de Diamela Eltit, París, situación irregular de Enrique Lihn, El primer libro de Soledad Fariña, Este y Exit de Gonzalo Muñoz, Proyecto de obras completas de Rodrigo Lira o La Tirana de Diego Maquieira. Son obras que están conectadas por el deseo vanguardista de la originalidad y la resistencia a la dictadura. Deliberadamente difíciles de leer y dolorosas, en ellas la desaparición y la ferocidad son tópicos presentes. Lo íntimo está infectado por la aprensión, pues el lenguaje ha perdido toda inocencia.
En esa misma tendencia e intensidad está la escritura de Millán. La ciudad es un libro implacable, un documento estético de sumo rigor. Posteriormente editó Vida, en 1984, un volumen que amplía el foco hacia el consumo y sus remanentes: automóviles, refrigeradores y otros aparatos que cobran relevancia en su imaginario. Apocalipsis doméstico –con justa razón, pues es magnífico– es unos de sus poemas más célebres, un ícono de este periodo.
Extenderá sus investigaciones de forma incesante. Virus y Pseudónimos de la muerte cierran su etapa política. Lo transforman en un autor crucial, sin embargo, más reconocido en el extranjero. En México, Colombia y, particularmente en Argentina, su poemas circulan e influyen. Conversé más de una vez con Fabián Casas y Francisco Garamona sobre Millán. Lo conocían a cabalidad. Lo mismo que Leila Guerriero, que lo admira desde que lo leyó en los ejemplares manufacturados por Eloísa Cartonera en plena crisis del 2000. Washington Cucurto –cabecilla de ese mítico proyecto– es uno de sus fans más generosos.
Las artes visuales eran una de las pasiones de Millán. Dedicaba horas en averiguar detalles de ciertos cuadros que lo inspiraban. Dedicó poemas a pintores barrocos y realizaba de forma paralela experimentos caligráficos, collages y arte postal. Junto con Eugenio Dittborn y Guillermo Deisler estaba interesado en aspectos de la gráfica y el diseño. La forma de las letras era digna de su atención, así como los posibles sonidos de las palabras. Usaba rimas internas y aliteraciones finas. La tradición y la modernidad no se oponen, se cruzan en Claroscuro, Autorretrato de memoria y Gabinete de papel, testimonios de una poética de la contemplación activa. Se encerraba a observar, replegado en su departamento estudiaba el haiku japonés, las pinceladas de Diego de Velázquez y las baratijas que compraba a la salida del metro. Hablaba del valor de la concentración en soledad. Ése fue su método final: la disciplina de la exploración en silencio de sí mismo y de sus obsesiones. Dirigía un taller de autobiografía y entre sus lecturas favoritas estaba Edad de hombre de Michel Leiris.
Hoy casi no se encuentran los libros de Gonzalo Millán. Sus herederos son inubicables. Es una desgracia que cueste hallar La ciudad en estas circunstancias. La versión final salió en 1994 en Santiago. Fue modificada de manera substancial. Lleva un epílogo de Carmen Foxley. Merece ser leída con detención. Sé que a él habría gustado que esto sucediera. Dedicó décadas a pulir este conjunto de fragmentos que clavan, cortan y hieren. La violencia y la belleza emergen por una sucesión hipnótica de enunciados, de diálogos secos, de recursos del habla llevados al paroxismo a través de la repetición. El lector queda tumefacto. Es pesado y leve, una conjunción que está presente en el centro de sus aspiraciones.