Columna de Matías Rivas: Improvisar
Cada vez que quedaba en ir a ver a Nicanor Parra me decía: véngase y aquí improvisamos. Era una señal de que no deseaba reunirse para algo puntual, sino que a conversar de lo que en ese instante era digno de consideraciones y risas. Improvisar, en ese sentido, era una forma de pensar lejos de la solemnidad, de fusionar en un mismo diálogo noticias, lecturas y recuerdos, pero sin concluir nada, sin lecciones ni moralejas. Sí era importante comer y tomar, aunque no demasiado. Lo central era meterse en un ritmo de asociaciones, en un delirio que Parra sabía dirigir con elegancia. Estaba a la espera del giro, el término que permitiera saltar del comentario casual a una idea que explorar. Es decir, un asunto sobre el que trabajar con el oído y la cabeza por curiosidad. Además, incluía hacer chistes y vínculos con versos antiguos o refranes, y la elaboración de distinciones. Y, lo más importante, era sintetizar la cuestión en una frase que se sostuviera por sí sola: clara, directa y precisa.
Improvisar es una manera de ocupar las horas con una libertad total. Es, también, un método para hacer cosas que todavía no se sabe qué son. Como la mayoría de los procesos creativos, viene del juego. En este caso, es un tipo particular, en el que las reglas varían y dependen de quienes participan, del talento y la agilidad mental, de la memoria y las destrezas.
La historia está repleta de genios que optaron por captar momentos, atmósferas y experiencias a través técnicas que incluyen la improvisación. Bach y el arte de la fuga, John Cage y la poética zen, o el jazz son ejemplos evidentes. Podemos sumar las películas de Luis Buñuel, Federico Fellini, John Cassavetes y David Lynch, quienes optaron por dar de baja los guiones. Todos ellos poseen estilos diferentes. Apostaron por proveer a la intuición un peso mayor. Pudieron traspasar sus percepciones a un lenguaje legible para aquellos que los acompañan, pues el cine se hace entre varios y la música es interpretada en conjunto.
Los diarios de Raúl Ruiz muestran cómo diseñaba sus filmes para que la improvisación tuviera un espacio significativo. Describe con detalle qué se requiere para obtener la máxima entrega de cada partícipe. En el montaje aplicaba procedimientos intuitivos con el fin de darle a las historias una sintaxis ajena a la tensión dramática. La singularidad de sus obras reside en la libertad con que subvirtió las convenciones para penetrar en los dobleces del relato. Una de sus máximas consistía en no seguir un plan rígido. Sabía que la picaresca y la ironía eran eficaces a la hora contar el revés de una trama. Los sueños y los fantasmas de sus protagonistas invaden las narraciones de forma súbita.
En las artes visuales, Jackson Pollock y Helen Frankenthaler, derramaban pintura sobre las telas para que las manchas se formaran sin el control de la pincelada. Las performances del grupo Fluxus, en los inicios de esta disciplina, fueron concebidas con la orden de entregarse a los dictados del cuerpo.
La sensación al leer un escrito que fluye como una conversación entre amigos, genera una sensación física. Implica la posibilidad de pasar de una historia a una observación, y de una referencia a un desahogo, sin necesidad de avisar, con soltura. Esto supone desobedecer las reglas del idioma y suplirlas por las del arte. Es lo que determina la prosa espontánea de Jack Kerouac, o las escrituras de Marguerite Duras y Clarice Lispector. Esta última, en un breve texto, lo explicita: “Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy. La punta del lápiz el trazo. Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí a donde voy”.
Hace pocos días hablamos por teléfono con Diego Maquieira. Salió el tema de la costumbre de improvisar. Nos reímos de lo cómico que resulta la gente que siempre estaba ocupada. Recordó a Marcel Duchamp, que sugería que el tiempo era el único capital. Al cortar, me di cuenta de que en esa actitud de Maquieira podía encontrar el lazo subterráneo con Parra. Son dos poetas distintos, no obstante, esa filiación clave. Reconozco otras: el manejo del inglés, el gusto por realizar collages, la elaboración de agudezas y la lectura de César Vallejo. En una de las escasas entrevistas que le hicieron, el peruano manifestó una postura ante el idioma y el oficio que los emparienta: “La gramática como norma colectiva en poesía carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idioma”.
Supongo que se requiere de cierto carácter para improvisar. No a todos les resulta. La dificultad radica en que se requiere de una identidad misteriosa, que reúna la destreza de seducir con inteligencia y humor. Son sujetos que conviven con las contradicciones, las potencian. Suelen tener manías y extrema confianza en su instinto. El vínculo que entablan con la cultura y la sofisticación no es beata. Más bien las utilizan como un recurso más para vivir y por placer. Son independientes, animales salvajes, cruzados por la melancolía.
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