Columna de Matías Rivas: Jorge Teillier y la identidad perdida
Noches atrás busqué en YouTube un episodio de El Mirador, un antiguo programa documental de los años 90, dedicado a Jorge Teillier. Tenía la vaga impresión de una entrevista en su casa. Para mí, en su obra y figura está concentrada la tristeza que nos define. Quería recordar cómo hablaba, pues ya en vida era un hombre a la antigua, de otra época. El temple estoico, la voz pausada y la ausencia de opiniones contingentes revelaban una personalidad que concebía la existencia desde una perspectiva lejana al ruido moderno. Prefirió sustraerse y contemplar la fugacidad en la espuma de la cerveza. Eludía lo abstracto, y creyó en la inspiración: el poeta como una víctima de los designios de la naturaleza.
Los ojos de Teillier reflejaban astucia, su inteligencia se percibe en la ironía que despliega al referirse a sí mismo. Ni humilde ni orgulloso, se recluía en el silencio a la hora de ofrecer explicaciones acerca de su situación literaria. La actitud de Teillier era sencilla, opuesta a la de sus contemporáneos, como Lihn y J.L. Martínez, más discursivos. Escribía sin afanes de obtener fama o prestigio, tampoco gozaba de entusiasmo a la hora de promoverse.
La representación de la nostalgia en sus textos transmite una cultura que continúa latiendo entre nosotros. Alude a su infancia en el sur, la vida en los bares y el carácter melancólico del individuo. Instauró el mito de la frontera en Temuco, con pueblos abandonados, espectros y un fin de mundo cercano, temas que no han perdido su vigencia. Describió a una identidad mestiza, del campo y la ciudad, en donde las formas importan, son el borde de la convivencia.
La amabilidad de Teillier era evidente en sus gestos de hombre delicado. En Santiago se lo solía distinguir en el restaurante El Parrón o en el céntrico bar La Unión Chica. Hay decenas de fotos de él, entre las que destacan las de Álvaro Hoppe y Julia Toro. El alcohol lo conservaba en un estado casi beatífico: su rostro de adolescente tímido lo acompañó hasta su muerte. En sus versos, la delicadeza reside en la nitidez de sus imágenes. Su claridad es tan esencial, que no es necesario esforzarse para comprender sus poemas. Fluyen con ritmos suaves y consistentes. A veces son misteriosos, pero mantienen la fuerza de lo genuino. Seducen porque dan la sensación de sinceridad. Advertía: “Cuando el poeta miente, las palabras mismas lo delatan. Debe usar sus propias palabras. Por eso los vocabularios de los grandes poetas son reducidos”. Evitó el exceso con dedicación suprema. El breve conjunto de sus libros se debe al cuidado por encontrar la precisión. Se inclinaba por la elegancia, la técnica escondida, sin piruetas ni tentativas.
Teillier era un estudioso de la historia, un erudito en materias ignotas, un traductor de alto rango, un poeta definitivo. Su carácter romántico, distante del poder, las modas y la academia posee un aura que se acentúa en sus diálogos con periodistas. Las conversaciones que sostuvo con Carlos Olivares son un documento fundamental. En ella repasa su vida, menciona sus lecturas predilectas, entre otras, la novela El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, cuenta anécdotas con sus amigos, define sus gustos y expresa sus críticas a otros autores. No era un tipo ácido, ni despectivo, sí solitario y escéptico.
Al revisar las páginas marcadas de Los dominios perdidos, una antología de su poesía, me percato que los amantes en varios poemas se esconden. Comienza uno de sus poemas célebres: “Cuando ella y yo nos ocultamos / en la secreta casa de la noche / a la hora en que los pescadores furtivos / reparan sus redes tras los matorrales, / aunque todas las estrellas cayeran / yo no tendría ningún deseo que pedirles”. En Carta a Mariana es más directo: “Es cierto que haremos el amor / y lo haremos como me gusta a mí: / todo un día de persianas cerradas / hasta que tu cuerpo reemplace al sol”. El amor sería solo posible en un refugio, retirado del bullicio, en secreto. Un pacto enigmático, reservado para cuando están en lugar que nadie más conoce.
El tiempo es de índole circular para Teillier. Retorna con la única intención de murmurar lo esquiva que es la vida. Tal vez esta concepción proviene de su afición por la literatura alemana. En Carta de lluvia declara: “He vuelto a la casa que conserva las cenizas / que hacen renacer a los fantasmas que odio”. Y en Blue concluye: “Siempre llegaré al mismo puente / A mirar el mismo río / Iré a ver películas tontas / Abriré los brazos para abrazar el vacío / Tomaré vino si me ofrecen vino / Tomaré agua si me ofrecen agua / Y me engañaré diciendo: / Vendrán nuevos rostros / Vendrán nuevos días”.
Teillier sostenía que su trabajo estaba vinculado a una tradición. No aspiraba a diferenciarse de sus precursores, insistía en que era un continuador. Toma distancia de las vanguardias, admite una posición clásica. Su devoción por el pasado y por la experiencia vital formaba parte de su ética. Al leer el poema Pascual Coña recuerda, dedicado a un lonko del siglo XIX, es posible percatarse del estrecho contacto de Teillier con los ritos y elementos sagrados de la cultura mapuche. Sostenía que era esencial en su formación. En sus ensayos se pueden rastrear sus investigaciones. La colonización del sur por emigrantes franceses era otra de sus especialidades. La idiosincrasia del chileno le interesaba en su sentido metafísico. Disfrutaba siguiendo las señales y huellas que suministran cronistas como Daniel de la Vega y Joaquín Edwards Bello en torno al temperamento del sujeto de la calle. Se reconocía un marginal por su conducta desconfiada ante el progreso y sus discrepancias con la moral conservadora. Su suspicacia frente al nacionalismo y la inmortalidad la manifestaba con humor. Veía en estos anhelos una manera frívola de eludir el trato con la muerte.
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