Columna de Matías Rivas: Kafka hoy
La figura y textos de Kafka se han vuelto recurrentes en mis especulaciones sobre la realidad. Supongo que algo tiene que ver el inconsciente, un deseo o pulsión me sugieren su lectura. Pero también lo que acontece, la contingencia está infiltrada por sus temas. La ley, el poder y las instituciones en relación al individuo, la sensación de extrañeza, de ser un sujeto nimio que no alcanza a salir de su pieza, son cuestiones que están en su órbita.
La lectura de ¿Éste es Kafka? 99 hallazgos, del biógrafo Reiner Stach, ha colaborado con la percepción de que estamos ante un autor cuya existencia y escritos nos conciernen. Sin ir más lejos, Kafka era un militante antivacunas y su aversión a los médicos era metafísica. Vivió una época repleta de ilusiones ideológicas, de novedades técnicas y de estrictas normas sociales por transgredir. Muy lejos de ser un santo o una víctima, era un tipo que cruzó las tendencias y modas con una elegante distancia. No era un sufridor ejemplar ni el hijo mal avenido con su padre. El mito que elaboró no se limita a novelas y cuentos. El diario de vida y anotaciones configuraron a un sujeto melancólico y sufriente. Su yo íntimo es una de sus creaciones más sofisticadas. Una máscara perfecta. Solo los estudios han podido descubrir que el insomne y atormentado personaje, si bien existía, no destacaba entre sus contemporáneos por esas condiciones. Stach señala que “caía bien a todo el mundo. Además, sus ingeniosos comentarios autoparódicos evitaban que nadie le tuviera por un competidor en el campo intelectual o en el erótico”. Era un hombre incómodo, lleno de mañas y escrúpulos, atento a las corrientes religiosas y teóricas en boga. Sufría cuando el deseo lo desbordaba. Tenía una pasión literaria inextinguible.
Acercarse a Kafka implica tomar determinaciones. Saber de él, a través de intérpretes, es una posibilidad que lleva directo al plano de los conceptos. Inclinarse por su obra de ficción vincula con sus obsesiones más nítidas: la pequeñez humana y su destino trágico. Sus aforismos y cartas revelan los subterráneos de su mente, ajustes de cuentas, culpas y sentencias. Parte de su genialidad radica en la intensidad con que irradia las zonas que aborda. La pasión y la perplejidad se encuentran en él de manera fluida, no se contradicen, se potencian. Kafka buscaba la exactitud, quería expresarse en una prosa contenida, en un estilo pulcro. Su modelo era Flaubert, cuyas cartas a su amante Louise Colet, relatando sus tribulaciones, estaban entre sus lecturas frecuentes. Kafka quería encontrar la austeridad en cada frase sin perder lo expresivo. En sus cuentos es parco, en sus novelas une la acción con las digresiones, en sus misivas y notas muestra un relajo comedido. Nunca olvida la formalidad, incluso la acentúa para generar emociones.
La versión de J.L. Borges de La metamorfosis y otros relatos es posiblemente la manera más expedita para llegar a la médula de Kafka. En el prólogo Borges apunta: “Dos ideas –mejor dichos, dos obsesiones– rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito es la segunda”. Luego conjetura que su virtud más indiscutible es la invención de situaciones intolerables. Y, por cierto, que estamos sumergidos en escenarios de esa índole. La pandemia es la más evidente. La sumisión ante leyes y reglas que nos restringen salir y obligan a taparnos el rostro para evitar el contagio de una peste que no se termina nunca es un argumento propio de sus fábulas.
Días atrás, mientras veía la elección de la nueva presidenta de la Convención Constituyente tuve la impresión de estar ante un espectáculo digno de Kafka. Las sucesivas votaciones sin acuerdo parecían escenas de El proceso, donde la burocracia se transforma en un infierno. Sospecho que la elaboración durante meses de un libro, redactado por cien autores, para normar la convivencia y la moral pública podría ser una de sus invenciones.
Kafka era vegano radical. Los animales forman parte de su universo. Tienen voz y actúan, al igual que en los libros infantiles y en los sueños. La ironía habita esa veta. Lo siniestro se mezcla con la ternura y la perturbación. Kafka les da a las bestias un estatus simbólico, cercano a la mitología. Informe para una academia es el modelo más evidente. Narra un simio originario de la Costa de Oro que, tras ser capturado, ha sido convertido a la civilización e instruido. El zopilote y los chacales son otros habitantes de su bestiario. El comienzo de La cruza es ejemplar: “Tengo un animal curioso mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre”. Quizá mi preferido es El buitre, breve y feroz, con un fin magistral.
La vigencia de Kafka es permanente. Eso lo convierte en un clásico. Se detuvieron en él cineastas de la envergadura de Orson Welles, escritores como Walter Benjamin y filósofos del peso de Gilles Deleuze y Maurice Blanchot. Hay cómics y sátiras sobre él. No ha dejado de estar en la cultura. Emite una luz gris y su perspectiva es circular. Aquello que no podemos descifrar es lo que nos atrae. Su oscuridad es seductora. Cambió las perspectivas. Ingresó trazos de la tradición judía a la literatura, amplió el tema del cansancio y del hastío. Su apellido se convirtió en un adjetivo de uso cotidiano ante los enjambres administrativos.
La cultura de Chile es kafkiana. Neruda lo leía con terror y apuntó a Juan Emar como su representante. Fue esencial para Nicanor Parra y Carlos Droguett. Lo pintó Roser Bru. Martín Hopenhayn le dedicó un libro. Roberto Bolaño fue su devoto lector. Y Enrique Lihn escribió un poema que empieza: “Soy sensible a este abismo, me enternece / de otra manera la lectura de Kafka: / pruebo, con frialdad, el gusto de la muerte / Que nos hace falta algo / junto a lo cual no somos nada (...)”.
Leer a Kafka hoy es una forma de sondear la modernidad a través de las grietas por las que se cuela el sin sentido. Exploró el tedio y la fatiga, y vio con claridad el enredo y la nada. Su delicado cinismo es cruel y deja en vergüenza cualquier ambición de control del azar y la fatalidad.
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