Columna de Matías Rivas: La feroz Patricia Highsmith
Durante mi juventud –a comienzo de los noventa– trabajé como vendedor en una librería en la que descubrí a Patricia Highsmith. Por curiosidad llegué a El talento de Mr. Ripley y me hice adicto a su narrativa. La impresión que me causó el protagonista me descolocó: quedé intrigado con su cinismo y frialdad. Era un sujeto con una moral torcida, un suplantador y asesino, distinto a los investigadores privados o policías habituales en el género negro. Recuerdo que leí con ganas, deslumbrado por el morbo que me producían las aventuras existenciales de este tipo corrupto y encantador. Luego pasé a El grito de la lechuza y los Pequeños cuentos misóginos.
Desde esos años nunca abandoné a Patricia Highsmith. Me topo con sus libros y veo una posibilidad de internarme en historias que son tratados sobre el mal, lo siniestro y los dobleces de la naturaleza humana. Su prosa destilada, efectiva, no falla: llena de matices, genera turbación. Las imágenes escabrosas están descritas con deliberada exactitud. Indagó la misantropía como una especialista, identificaba al odio como una emoción propia. Desestabiliza al lector, se desplaza entre la ambigüedad, el rencor y el deseo; sus textos sorprenden, pues maneja la verosimilitud y lo imprevisible con maestría. Graham Greene señaló que era “una poetisa de la aprensión y del recelo más que del miedo”.
Sus Diarios y cuadernos –recién editados– no hacen más que corroborar cuanta intensidad, dolor y frustración escondía su privacidad: no le gustaban sus familiares, ni la amistad, solo cultivaba relaciones amorosas o esporádicas. Detestó a los periodistas y académicos, huía del mundo literario, prefería estar sola con sus gatos. Muy joven, en 1942, registra su punto de vista: “Toda persona lleva en sí misma otro mundo terrible, un mundo de infierno y de lo desconocido. Es posible que rara vez lo vea si se empeña en ignorarlo, pero en el transcurso de la vida quizá lo vea una o dos veces, cuando está cerca de la muerte o cuando está muy enamorado, o cuando lo conmueve profundamente la música, Dios o un miedo súbito”. La explicación de dónde proviene esta postura se ubica en una anotación un poco más adelante: “mi vida hasta la fecha ha estado condicionada por el conflicto, la violencia, el esfuerzo amargo y desesperado y la ausencia de tranquilidad”.
Patricia Highsmith es un caso particular, si consideramos que su primera novela, Extraños en un tren, aparece cuando ella tenía 28 años y tuvo rápido éxito y reputación gracias a que Alfred Hitchcock decidió adaptar la historia para el cine. En rigor, disfrutó del reconocimiento, pero no suficiente para una mujer con ambiciones enormes y desarreglos privados. Más que buscar opiniones benévolas de la crítica, se preocupaba de las ventas, y del dinero que ganaba por los derechos de sus libros. No pretendía consentir a los intelectuales, no necesitaba de su anuencia, le interesaba superar los desafíos que ella se proponía. Confiesa: “Las obsesiones son lo único que importa. La perversión, sobre todo, me interesa, y es la oscuridad que me guía”.
Tuvo una larga vida de orgullosa insatisfacción con breves períodos de euforia. Escapó de EE.UU. al terminar sus estudios de inglés, latín y griego en Barnard College. Publicó un par de libros, se sentía cohibida por la censura y el ambiente conservador ante la homosexualidad. Residió en diversas ciudades de Europa con la disposición de escribir sin tregua y amar con desesperación. Examinar la penumbra y la sordidez, auscultar los resortes que desatan acciones turbias, fueron pasiones que nunca abandonó. Comenzaba por ella: “Me interesa analizarme a mí misma, tratar de descubrir las razones por las que hago esto y aquello. No puedo hacerlo sin dejar caer guisantes secos detrás de mí para ayudarme a desandar el camino, a señalar una línea recta en la oscuridad”.
Llevo semanas sumergido en los diarios de Highsmith. Abren una dimensión de su figura que la convierte en una escritora con un espesor hasta hace poco desconocido. Son más de mil páginas, que cubren el período entre 1941 a 1995, en las que deja constancia de sus angustias. No esconde sus defectos, más bien los vigila: entre ellos el egoísmo, la envidia y los celos. La franqueza y la perspicacia se alternan con análisis, referencias literarias, en un volumen repleto de confidencias acerca de cómo conciliar la escritura y la pasión erótica. La lujuria es una de las pulsiones constantes: “Sí, quizá el sexo sea mi tema en la literatura, ya que es mi mayor influencia; se manifiesta en represión y negatividad, quizá, pero es la influencia más profunda”. El rastro de sus nervios quedó inscrito en estas páginas, corregidas con detención por su autora, quien intentó diseñar su posteridad al revelar sus secretos después de muerta.
Mark Fisher en su ensayo El glam de Ripley, sugiere: “la negación de Highsmith a imponer en sus novelas la justicia que notablemente falta en el mundo es uno de los aspectos más subversivos de su descripción de personajes”. Lo cierto es que nunca creyó en tal justicia, según se desprende de sus textos íntimos. Su individualismo estaba en permanente desacuerdo con las ideas de izquierda que decía profesar. La coherencia no estaba dentro de sus afanes, la contradicción y el nihilismo eran inherentes a su temperamento.
Conozco pocos caracteres tan fuertes y complejos como el de esta mujer: arrojada, tensa, aguda, sensible, cínica, sofisticada y agresiva. Su ferocidad seduce porque encierra una inteligencia superior, masoquista y descarada, que alumbra zonas prohibidas con una destreza que otorga placer.
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