Columna de Matías Rivas: La ficción de un final

Albert Camus por Henri Cartier-Bresson.


Hace pocos días mataron a un repartidor de comida de 19 años de nacionalidad venezolana. Llegó hasta un edificio en la avenida José Pedro Alessandri a dejar el encargo. El sujeto que esperaba también era joven: tenía 29 años. Bajó del sexto piso con un cuchillo. Discutieron por el atraso del encargo. El repartidor fue víctima de dos puñaladas en el tórax delante de los conserjes. Murió de inmediato. El homicida recogió su paquete y partió a su departamento. Es un aficionado al fútbol y el rap, huérfano, sin antecedentes. Cuando lo fueron a buscar, se entregó sin vacilación. El arma ensangrentada estaba en la cocina y se había comido la hamburguesa que había pedido.

El episodio me recordó la novela El extranjero de Albert Camus, en la que el protagonista asesina a un árabe en la playa sin mayores motivos. Lo ajusticia con rabia, sin explicaciones, salvo banalidades. Es un personaje anestesiado ante el dolor de los demás. Tampoco se inmuta ante la muerte de su madre. La apatía frente a la existencia define su carácter.

El caso que menciono es uno más entre la serie de crímenes recientes con atributos absurdos. La psiquiatría y el psicoanálisis han investigado a quienes se comportan de esta manera. En la literatura es fácil constatar una tradición de obras que examinan estos temperamentos: desde Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe y Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski hasta la serie de Tom Ripley escrita por Patricia Highsmith, American Psycho de Brett Easton Ellis o El adversario de Emmanuel Carrère. Suelen ser sujetos turbios, que se lanzan sobre los otros sin piedad. Desconocen la compasión y el arrepentimiento no está dentro de sus categorías. Parecen estar bloqueados, ciegos, la culpa no los atormenta.

El enigma que generan estas situaciones es siniestro. Son dramas con ribetes policiales y metafísicos. La violencia que puede desatar una molestia nimia causa estupor y se transforma en un misterio. Los argumentos que se esgrimen para explicar estos hechos son insuficientes. Samuel Beckett padeció de uno mientras vivía en París. El 7 de enero de 1938, saliendo del cine junto a Alan y Belinda Duncan, fue apuñalado por un proxeneta llamado Robert Jules Prudent. Fue herido con ferocidad y de manera súbita en la pierna izquierda y cerca del corazón. Pasó dos meses hospitalizado. Luego de recuperarse, Beckett fue a la cárcel a preguntarle a su agresor por qué lo había realizado. La respuesta fue esencial: “No lo sé señor, me disculpo”.

Los biógrafos de Beckett le dan a este incidente una doble importancia: mientras estaba en la calle fue atendido por una joven que iba pasando, Suzanne Deschevaux-Dumesnil, estudiante de piano que se terminaría convirtiendo en su pareja. También conjeturan que el escritor reelaboró esa experiencia en su obra, en particular, en Esperando a Godot y en la trilogía compuesta por Molloy, Malone muere e El innombrable. En estos libros está presente el sinsentido, la gratuidad de lo nefasto y el humor delirante. Pero la emoción que subyace, tanto en los trabajos de Beckett como en el Camus, es la soledad.

Asimilar la intrascendencia que tenemos en la realidad es complejo. Estamos atravesados por traumas y rencores, a veces invisibles para quienes los padecen. Cómo hacerse cargo de estos -de la angustia, la presión social, la vejez- es un desafío que cansa, cuyas soluciones son parciales. Puede conducir a visitar médicos o a la conversión religiosa. Lo cierto es que estamos condenados a estar a la intemperie, solos, recogidos en el escueto espacio de la intimidad. El amor y la amistad alivian, permiten que el deseo fluya hacia zonas de placer y complicidad. Por cierto, no suprimen el precipicio individual, pero acompañan. El opuesto es la desolación descrita por Camus en una entrada de sus Carnets: “cuando vemos que la mayoría en realidad está de espaldas (no por malicia sino por indiferencia) y que el resto conserva siempre la posibilidad de interesarse en otra cosa, cuando imaginamos así todo lo que hay de contingente, de juego de las circunstancias, entonces el mundo se vuelve a su noche y nosotros a ese frío enorme de donde nos había sacado por un momento la ternura humana”.

Es difícil soportar el egoísmo, convivir con la injusticia y el fracaso, sostenerse pese a las dudas y la fragilidad. Es aún peor si se le suma la depresión, que cunde. Estamos rodeados de hechos que habría que objetar y combatir. La cultura ayuda a la hora de procesar lo repudiable, lo oscuro, sin caer en la vanidad ni en la locura. Aceptar, tolerar y resignarse son asuntos que han desvelado a clásicos desde la Antigüedad. Marco Aurelio aborda estos temas con precisión en sus Meditaciones.

Adolecer de contrariedades, tener respuestas simples, no sentir la atmósfera que nos rodea, llena de repliegues y pulsiones fatales, es riesgoso. La idea que habitamos el fin de una época está en el aire. Considero que se debe observar como un virus y resistir con fiereza. Es una historia que el mundo se ha contado muchas veces. Nunca termina en paz. En La ficción de un final, el crítico Frank Kermode analiza los fenómenos que involucran el espejismo de asistir a un apocalipsis. La naranja mecánica de Anthony Burgess es un ícono de una narrativa que describe una época terminal, un futuro en el que la ley está ausente, abundan las pandillas y el fanatismo domina. Una de las perversiones que aborda consiste en ejecutar a otros por frivolidad.