Columna de Matías Rivas: La salud de Nietzsche

Nietzsche


Leo a Nietzsche. Sus razonamientos insospechados y claros, junto con el vigor de su estilo, capturan la atención y sacuden. Escribió sobre toda índole de asuntos, desde filosofía hasta consejos prácticos que se perciben con facilidad. Nietzsche no necesita mediadores, se deja leer con placer. Seduce por su intensidad y lucidez. No articuló un sistema, descree de ellos. Impugnó a la moral y destacó la irracionalidad que nos constituye.

De adolescente compré mis primeros libros de Nietzsche. Ediciones usadas de El nacimiento de la tragedia y La gaya ciencia. Antes no me había encontrado con nadie que se expresara en breves párrafos y aforismos. Fue una especie de revelación la severidad de sus palabras. Supe que estaba leyendo a un carácter y un humor temerario. Me quedaron de esas lecturas el recuerdo de lo categórico de sus frases, y algunas observaciones sobre la vida cotidiana. Lejos de aprender, quedé desarmado, en una intemperie existencial. Sentí que el desprecio, la furia y la melancolía eran fuerzas expresivas que Nietzsche modulaba. Su inteligencia estaba conectada con sus emociones nerviosas. Hizo referencias a la comida, a los olores, a la enfermedad, a la literatura y a la música. Desplegaba ideas e intuiciones sin explicaciones. Evitaba el desarrollo. Se remitía a la síntesis. Jamás se me olvidó esta apreciación de la naturaleza: “Me temo que los animales consideran al hombre como un ser semejante a ellos, que ha perdido de la manera más peligrosa el sano entendimiento animal –como el animal demente, como el animal que ríe, como el animal que llora, como el animal desdichado”.

No he dejado de visitar algunos libros de Nietzsche. Busco en su prosa la sagacidad para tomar distancia de ideas heredadas, para desmontar el pasado. Investigó las tragedias griegas y expuso un nuevo concepto: lo dionisíaco, que es lo salvaje y oscuro. El opuesto a la razón y a la prudencia, lo apolíneo. Freud entendió que lo dionisíaco podía trasladarse a la psicología, lo denominó inconsciente.

La distancia de Nietzsche proviene de su independencia, de su falta de respeto hacia la autoridad y los poderes sagrados. Estuvo al margen, no obstante, su radiografía del poder y sus inmediaciones es implacable y certera. Desnuda la ambición y vincula el resentimiento con la envidia. Hoy pocos lo mencionan. La explicación es simple: no cree en doctrinas. Sostiene que “la vida no es un argumento”. Es un tipo incómodo, corrosivo y nítido. Un antídoto contra la presunción.

Reconozco que Así habló Zaratustra –uno de los más mencionados– es el que menos me interesa, quizá por mi ignorancia o por mi inclinación hacia lo fragmentario. El tono mesiánico de este volumen me repele. Prefiero toparme con el Nietzsche despiadado, paranoico y sutil. Dispuesto a socavar los cimientos de lo establecido. Deleuze anota al respecto: “Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el primero que concibe otro tipo de discurso a modo de contra-filosofía. Es decir, un discurso ante todo nómada, cuyos enunciados no serían productos de una máquina racional administrativa, con los filósofos como burócratas de la razón pura, sino de una máquina de guerra móvil”. Una máquina que tiene de enemigos a la metafísica y la modorra académica. Su eficacia está dada por la confección de frases que se clavan como una lanceta, difíciles de olvidar, penetran la piel. El mismo Deleuze señala que su aporte crucial fue “conectar el pensamiento con el exterior, eso es lo que, literalmente, nunca han hecho los filósofos, incluso cuando han hablado de política, de paseo o de aire libre”.

La inmortalidad de Nietzsche ha estado rodeada de malos entendidos. Su biografía tiene épocas sombrías, arrebatos, soledad, períodos de los que se sabe poco y la locura final. El romance que mantuvo con Lou Andreas-Salome es uno de los puntos álgidos de su mito. Las anécdotas que lo retratan y su rostro de prominente bigote circulan en la cultura pop en calidad de íconos. Durante décadas estuvo asociado a la rebeldía, en la actualidad se lo mira con temor.

Hace poco estuve leyendo una entrevista a Roberto Torretti, quien tradujo a Nietzsche. Cuenta que luego de leer a los 18 años Más allá del bien y del mal quedó electrizado. Ese es otro estímulo para ir buscar los escritos de Nietzsche: entregan energía, potencia. Se oponen a lo lánguido. Es rápido, omite las explicaciones, va directo al punto. Ocupa la primera persona, arriesga. Ecce hommo se titula su autobiografía. La redactó pocos meses antes de caer en las circunstancias dramáticas de la demencia. En él recapitula su itinerario intelectual y relata episodios que lo obsesionan, como su amistad y odio hacia Wagner. Cuenta sus miserias y arrepentimientos. Se muestra orgulloso y patético. Reivindica el instinto, la voluntad y la salud. Refuta el pecado, la culpa y la destrucción del individuo con una visión desesperada.

La historia consigna a Nietzsche en la categoría de pensador ligado a la sospecha. Pierre Klossowski rescató de él la intuición del eterno retorno. Es curiosa esta doble perspectiva de un mismo sujeto. Habla de su complejidad. Por un lado, está el escéptico radical. Por otro, el autor de esta parábola que comienza con esta frase: “Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido, deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces”.

Nietzsche fue un heterodoxo. La contradicción lo alimentaba. La pluralidad de mundos que conforman su obra obliga a tropezar con epifanías, misterios y agudezas. No se le conocen páginas obvias. Fue capaz de discernir en medio del desconcierto. Instaló una manera de criticar la vida que nos concierne.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.