Columna de Matías Rivas: Lectores inolvidables

Centro de Investigaciones Barros Arana
Centro de Investigaciones Barros Arana.


Un amigo más joven no me creía que en Chile, tiempo atrás, había vendedores de enciclopedias que se paseaban por los barrios, tocaban el timbre y ofrecían libros destinados a convertirse en un referente para la familia. Se vendían con algún éxito en barrios de clase media. Ocupaban un espacio determinado dentro de cada casa: eran de todos, estaban para ser consultadas y hacer las tareas. Constituían un símbolo de ascenso social, de esfuerzo por adquirir experiencias intelectuales. Se pagaban en cuotas, eran caras.

El Pequeño Larousse era una especie de versión resumida de las enciclopedias en un solo volumen. Mezclaba conocimientos con la definición de palabras, ilustraciones y fotos. Estaba diseñado con rigor y sus bordes llenos de información complementaria. Sus tapas eran de color rojo y de tela. Recuerdo haber pasado de niño horas mirando sus páginas, perdido en definiciones de palabras cuyo sonido me causaba risa. También observaba los dibujos con fines didácticos. Me fascinaba la precisión con que estaban hechos y la tipografía minúscula que los acompañaba. El orden alfabético operaba como el paradigma para alinear los saberes, definitivamente, una estructura que está en retirada.

Hablo por cierto de los años 60, 70 y 80, cuando no existía internet. Los conocimientos estaban entonces en los libros o en la mente de ciertos lectores. Cuando murió Juan Luis Martínez se produjo un desastre –no solo por su desaparición como poeta–, ya que junto con él se fueron lecturas, datos, detalles y conversaciones difíciles de repetir. Pasó lo mismo con Alfonso Calderón y Germán Marín. Tuve la sensación de que perdía interlocutores sofisticados y curiosos, a quienes les podía preguntar cuestiones raras o atrabiliarias y siempre tenían respuestas que dejaban con la boca abierta. Sospecho que Raúl Ruiz pertenecía a la idéntica categoría de sujetos, sus diarios así lo constatan.

La erudición de ellos alimentaba a periodistas e investigadores que los requerían de forma incesante. Calderón y Marín sentían un vago compromiso con legar sus historias e indagaciones. Lo habían hecho en sus obras con dedicación. Se quejaban de los jóvenes por la falta de habilidad para buscar en libros lo que necesitaban. Eran tipos ajenos a Google y cercanos a las bibliotecas, autores que citaban, que hablaban de épocas y personaje, que escribieron críticamente aludiendo a la cultura y la historia.

Al leer El ojo en la mira, de Diamela Eltit, volví a apreciar ese tipo carácter lector. El despliegue de la memoria que se articula en este libro es capaz de atrapar con relatos y análisis. Repasa sus vínculos –entre otros– con James Joyce, William Faulkner, Carson McCullers. Y profundiza en dos tragedias clásicas: Edipo Rey, de Sófocles, y Medea, de Eurípides. Eltit le dedica páginas a la tradición chilena que la interpela, es decir, Marta Brunet, María Elena Gertner, Carlos Droguett y José Donoso. Cuenta su trabajo como profesora durante décadas. Y menciona raros episodios de su existencia, por ejemplo, sus apariciones en comerciales televisivos. Lo hace con agudeza. Hay en este libro humor y una postura oblicua ante el género autobiográfico: “La escritura a lo largo de los siglos es una especie de animal mutante, que porta, en sus constantes modificaciones la huella histórica de una plenitud, a la vez que obsoleta, vigente y demasiado futurista”.

Es difícil no asociar El ojo en la mira con diversas entrevistas a Eltit. Discurre sobre el impacto que tuvo sobre ella Samuel Beckett y la novela Cobra, de Severo Sarduy. El feminismo, el poder y la resistencia a este son temas que atraviesan su vida, según se constata. La amplitud de sus consideraciones proviene de su pasión por leer filosofía, sociología y psicoanálisis. Conecta su mirada con la política y el cuerpo. Va a la memoria desde lo físico. En ocasiones puede ser un trauma, como el nombre Diamela, que lleva una perra y una flor; la urgencia de una contingencia social que la apremia; o la intimidad: Diego, su nieto de 10 meses, refleja su imagen en un iPad. Esta situación moviliza a la autora a pensar en los espejos e iniciar esta pesquisa interior.

Eltit considera el presente de la literatura chilena bastante desolador. “Las nuevas generaciones de escritores que poblaron el espacio no quisieron y no pudieron restaurar lo memoria literaria, afectada por la extensa dictadura”, señala. La verdad es que no estoy de acuerdo con esta apreciación, pese a que El ojo en la mira me parece un ensayo fascinante. Creo que sí ha se ha recuperado la tradición por medio de las editoriales alternativas que han publicado y recuperado a escritores que no circulaban. Las sombras de José Santos González Vera y Adolfo Couve están presentes en la prosa de Alejandro Zambra, y la mirada social cruda de Manuel Rojas la veo asumida en la narrativa de Paulina Flores.

El estilo de Diamela Eltit está marcado por la elusión de su yo. En El ojo en la mira aparece su voz en primera persona. Es una faceta nueva. Aparece una voz nítida, que no tiene vergüenza en rememorar momentos crudos y mirar lo actual con sospecha. Es una voz que se repliega sobre sí misma para cuestionar el acto de escribir sin pudores. Suena franca, indócil, fuerte. Sus gustos son heterogéneos. Sin énfasis cruza por la picaresca medieval, el siglo de Oro Español, Marx, Melanie Klein y la teoría de Giorgio Agamben. El diálogo con el lector que genera El ojo en la mira contiene un gesto desafiante y, a la vez, generoso. Elucubra, menciona, relata. Nunca baja la guardia.