Columna de Matías Rivas: Los rostros de Eugenio Dittborn

Eugenio Dittborn. Foto Jorge Brantmayer
Dibujos de Eugenio Dittborn. Foto Jorge Brantmayer


La exposición Todas las caras del rostro de Eugenio Dittborn me impresionó. Se trata de una muestra pequeña que reúne una serie de diez dibujos a carboncillo fijados con espray sobre tela de nylon. Son grandes, miden 3 metros por 1 metro y medio. Están colgados, de manera que se puede pasear entre ellos, pues no están adheridos a la pared. Flotan en la sala como espectros pálidos.

Cada una de las figuras está hecha con trazos intensos. Muestran una faceta fundamental de Dittborn, la de dibujante. En un muro hay un texto escrito por el mismo artista: “Aquí no se improvisa ni planifica, se carboniza arrastrando líneas a golpes de fortuna”. Se pueden observar los semblantes con rasgos maníacos y facciones contritas. Algunos parecen sufrir trastornos, dolores, ensimismamiento. Otros tienen caras cínicas, desencajadas por las pulsiones, cuya expresividad es captada con suma destreza. Soltura y precisión son cuestiones difíciles de conjugar, sin embargo, Dittborn logra un gesto único, que pasa por el existencialismo, la caricatura y las referencias clásicas.

Para llegar a ver Todas las caras del rostro hay que bajar una escalera diseñada de tal manera que da la sensación de una profundidad no menor. Allí se encuentra la Fundación Arquitectura Frágil. En una de sus salas habitan los diez sujetos retratados por Dittborn. Están en un subterráneo, un sitio propicio para estos tipos. Thomas Bernhard, en uno de sus relatos biográficos titulado El sótano, describe el ánimo moral de los que observan la vida desde esta perspectiva: “Nos hemos vuelto capaces de resistir, y no se nos puede derribar ya, no nos aferramos ya a la vida, pero tampoco la vendemos demasiado barata, quise decir, pero no lo dije. A veces levantamos la cabeza y creemos decir la verdad o la aparente verdad, y la volvemos a bajar. Eso es todo”. Son gente sin expectativas, ladina y atribulada. Tienen que ver con el hombre gris, el burócrata y el oficinista, el que deambula en el metro angustiado antes de llegar a su hogar. Hay una locura en ellos, una demencia que los emparienta con cualquiera que se detenga a mirar a la gente que camina imbuida en sí misma: boquiabiertos y torcidos.

La pericia de Dittborn radica en su capacidad para crear fulanos en crisis, fagocitados por sus muecas. Poseen un humor oscuro, sarcástico, que pasa por lo pop de forma tangente. Me hizo recordar la tradición kafkiana, los cuentos de Bruno Schulz, los pícaros y locos delineados por Robert Walser, los energúmenos que registran Nicanor Parra y Enrique Lihn. Es decir, hombres carcomidos por la neurosis contemporánea, por las exigencias de una vida absurda. Antes se les denominaba alienados.

Todas las caras del rostro está vinculada a dos exhibiciones de Dittborn: De Goya a Brueguel y De la chilena pintura historia. Ambas corresponden a sus comienzos, en las que también el dibujo es protagonista. Pero en ese tiempo eran realizados de forma distinta: ocupaba lápices a tinta rapidograph y reglas. Había una represión deliberada de la mano. Ahora las rayas se distinguen por su crudeza. El carácter de los personajes tiene en común la incomodidad. Al menos, eso se puede intuir por el trabajo con la fisonomía. Dittborn desarma y reconfigura el rictus, con sus afectaciones, guiños, remilgos y tics. Son obras llenas de connotaciones antropológicas, pues estudian la identidad tortuosa y ambigua del chileno.

La energía visual, la gráfica feroz, de Todas las caras del rostro permite apreciar cómo funciona la economía en el arte. Con solo una decena de trabajos se genera una atmósfera cargada, que obliga a mirar con atención por la cercanía física que logra el montaje. Imaginé, mientras paseaba, que si fuera un niño me habría quedado hipnotizado, con algo de miedo y risa, ante los individuos retratados. Es difícil olvidar a estos encapuchados en sus roturas y ruinas, con cruces en ojos y la muerte inscrita en sus mandíbulas fieras. Podrían ilustrar la portada de cualquier texto de Samuel Beckett. No requieren de un discurso que los apoye, son elocuentes y mudos. Explican la soledad terminal sin requerir de ninguna una sílaba.

En un momento extraño del país, con fragancia a fanatismo y la intemperie a la vuelta de la esquina, la aparición de los dibujos de Dittborn nos ayuda a ver que estamos colapsados de tanto hurgarnos el obligo. Nos reflejan con oblicuidad. Descartarlo sería negar la posibilidad del espejo mental. En ellos nos vemos descoyuntados, vueltos hacia adentro. Son máscaras contemporáneas.

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