Columna de Matías Rivas: Lucia Berlin
La voz de Lucia Berlin era suave, con inflexiones leves, dulces e irónicas. La oigo leer Mi jockey y Mama. Escucharla produce un tumulto de impresiones por la densidad de las atmósferas que crea con pocas frases. Sus cuentos fluyen con espontaneidad, parecen escritos con urgencia, el ritmo y las imágenes se suceden según lo requiere cada historia. Su prosa vibra, es adictiva, directa. El tono oral da la sensación de que estuviera contando una anécdota a su vecino, a un amante o a una amiga.
Vuelvo a su libro central, Manual para mujeres de la limpieza, y quedo alucinado como la primera vez que lo leí. Confirmé que –al menos para mí– es uno de los más contundentes y asombrosos conjuntos de relatos que se han publicado en décadas. Lucia Berlin se convirtió en una celebridad póstuma. En vida fue una mujer arrasada por un devenir en el que se mezclan las pasiones y los desastres domésticos. Vivió en distintos lugares: nació en Alaska y estuvo en Chile y México. Tuvo tres matrimonios en cinco años. Cuatro hijos en ocho. Los viajes, divorcios, parejas, lecturas y, sobre todo, el alcohol, definieron su carácter. Trabajó de telefonista, profesora en escuelas y en la cárcel; fue empleada doméstica y enfermera. Todo lo cual solo cobra relevancia si consideramos que escribió sobre su experiencia sin pudor: retrató con crudeza su intimidad. Con un estilo físico que evoca olores, texturas, luces y oscuridades. El humor, con sus matices (la ironía, la risa nerviosa y desesperada, la carcajada), es esencial dentro de sus recursos.
En una entrevista –al parecer la única que circula– señala como su mayor influencia los relatos de William Carlos Williams y los poetas de Black Mountain. “Le escribía a Williams dentro de mi cabeza, preguntándome si él habría pensado que algo era aburrido, lindo o presumido”, confiesa. Esta disposición literaria es determinante al momento de explicar una característica esencial de su literatura: el extrañamiento. Hay breves momentos en que sus textos pierden la racionalidad, se desliza fuera de la gramática, lanza comparaciones que descolocan, en definitiva, perfora el realismo. Lydia Davis habla de la afición por la sorpresa que distingue las obras de Berlin. Por ejemplo, cuando dice que las grullas alzan el vuelo “con el rumor de una baraja de naipes” o al describir los graznidos de los “cuervos caóticos, roncos”. Ella sencillamente decía que le gustaba “dejar a cada historia ser ella misma”, al igual que los poemas de su amiga Denise Levertov, con quien se juntaba seguido a conversar durante su período en Nueva York.
Levertov se refiere en un ensayo a la forma orgánica, experimental. Apela a que el escritor tiene que descubrir y revelar más que construir con voluntad. La tarea consiste en aguardar que aparezcan en su interior las palabras, que el contenido venga con grietas e impurezas, las que se deben rescatar con la intuición. En esta operación la precisión es esencial, implica eludir los adornos. Esta poética es más exacta para entender la actitud de Lucia Berlin hacia el lenguaje. No tenía rutina, ya que su ambición estaba supeditada a las urgencias diarias. En Punto de vista está implícita su manera de concebir a los personajes. Comienza citando a Chéjov, y apunta: “aspiro a que, a fuerza de minuciosidad en el detalle, esta mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla”.
La crítica –en general– no la vio, no supo distinguir su talento, cuando estaba viva. Hoy la ubican en la tradición del realismo sucio, junto a Raymond Carver y Charles Bukowski. A mi entender, es un error ignominioso. Si bien los emparienta cierto espectro de tipos humanos que representan (blancos fracasados, sujetos avasallados por la soledad, borrachos), ellos son harto más convencionales. El fulgor de la prosa de Berlin, su fuerza, el deseo femenino que instala, es fascinante y singular.
La violencia y la miseria, el amor torcido por hombres brutos, las resacas y estadías en clínicas de desintoxicación, son parte del paisaje que exhibe. Habla siempre de gente pobre, salvo cuando se refiere a Chile, en donde vivió parte de su infancia y juventud en calidad de señorita de sociedad. Fue alumna del colegio Santiago College, estuvo en fiestas y visitas a provincia. Su padre la trajo cuando lo enviaron a ocuparse de unas minas en el norte, aunque el rumor apuntaba que era agente de la CIA.
La agudeza de Berlin para retratar la clase alta de 1940 es definitiva. No se le pasan los hechos políticos, menos el orden de clases. Dedica varios textos a plasmar lo que observó mientras se educaba. El punto de vista de una niña o una adolescente le permite diseccionar el mundo que la rodeó cuando vivía en Providencia. Algunas de sus piezas más destacadas, como Querida Conchi, La vie en rose, The Pony Bar, Oakland y Polvo a Polvo, suceden en este período. En Un romance gótico entrega una mirada nítida de la realidad que enfrentó: “Todas las chicas salían con hombres mucho mayores que ellas. Se daba por sentado que esos hombres llevaban otra vida social, completamente al margen. Con las jovencitas vírgenes del Colegio Santiago o los liceos franceses iban a los partidos de rugby o de críquet, jugaban al golf y al tenis. Llevaban a las chicas a la ópera, a bailes con carabina y a salas de fiesta antes de cenar. En cambio, por la noche, los hombres se movían en un mundo distinto, de clubes nocturnos y casinos y fiestas, con amantes o mujeres de medio pelo. Así sería el resto de su vida, de hecho repetían lo mismo que habían visto desde niños”.
Solo al final de su existencia Lucia Berlin pudo obtener un puesto en una universidad y vivir con menos premuras. Andaba por los pasillos con un balón de oxígeno, sus pulmones estaban perforados. Lejos de la elite cultural, conversaba con los estudiantes. La novelista Elizabeth Geoghegan, que fue su alumna, recuerda: “Esencialmente, ella me enseñó que las historias viven y respiran dentro de nosotros todo el tiempo”.