Columna de Matías Rivas: Marguerite Yourcenar, la curiosidad infinita
Viajera, erudita, emancipada, aristócrata, Marguerite Yourcenar fue una mujer que vivió en su órbita personal fuera de las modas y en abierta unión con el pasado. Su genio literario es nítido: escribe frases claras y fluidas, con un aliento poético que no abandona el pulso de la narración. Sus temas predilectos son clásicos: el transcurso del tiempo, el sufrimiento y el goce. Entre sus novelas, Memorias de Adriano traspasó los límites del campo cultural, fue leída y traducida hasta convertirse en un libro al que acuden las personas para templar sus caracteres, pues su prosa entrega una sensación de quietud fúnebre.
Llevo un tiempo leyendo a saltos varios libros de Yourcenar, hipnotizado con el espesor de sus ideas, que fluyen sin ripios y reúnen la memoria con la experiencia, la sensibilidad con la historia. Dan ganas de anotar o marcar fragmentos de sus páginas. Su inteligencia y precisión implica digerir los textos con lentitud para disfrutar de sus alcances. Uno de sus primeros libros, Alexis o el tratado del inútil combate, no pertenece a ningún género, se trata de una larga meditación sobre el amor, una carta llena de pasajes que resuenan y hacen alusión a la finitud de la existencia y sus constantes. El estilo de Yourcenar ya está fraguado, es maduro y consistente, en especial, cuando se refiere a cuestiones morales o disgrega sobre el dolor. No cuenta episodios, sino que relata el desgarro una relación: “Se habla de sufrimiento como se habla del placer, pero se habla de ellos cuando ya nos dominan. Cada vez que entran en nosotros, nos sorprenden como una sensación nueva y tenemos que reconocer que los habíamos olvidado. Son diferentes porque nosotros también lo somos: les entregamos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida. Y sin embargo, el sufrimiento no es más que uno. No conoceremos de él, como no conoceremos del placer, más que algunas formas, siempre las mismas, de las que estamos presos”.
La variedad de intereses que la incitaron a escribir es deslumbrante. Desde las conjeturas sobre la piel de los animales hasta la pintura de Durero, la técnica de Henry James, la nobleza del fracaso, Thomas Mann, Virginia Wolf, Mozart, los jardines, Andalucía, Japón y sus autores Basho y Mishima. La extensión de sus conocimientos permite compararla con Borges, a quien conoció en Suiza días antes de su muerte y le dedica un texto. Ambos gozaban investigando lo remoto, fueron políglotas antimodernos, y ejercieron la libertad con plena conciencia de la cercanía constante de la muerte. Mantuvieron distancia con la estridencia de lo contingente, el escepticismo los definía. Las diferencias también son innumerables. Alcanzo a distinguir lo evidente: el aliento, más breve en el caso del argentino; derrochador en la obra de ella. Otro contraste radica en el humor: Borges es irónico, incluso sarcástico; Yourcenar, en cambio, tiene un fondo de compasión, y busca seducir al lector.
Marguerite Yourcenar fue la primera mujer en entrar a la Academia Francesa, donde ocupó el sillón que dejó al morir Roger Caillois. Se refirió en innumerables ocasiones a su condición sexual sin permitir que la clasificaran. Estaba fuera de los márgenes de las convenciones y cerca de la extravagancia. Sus pasiones fueron tormentosas, según se desprende de las biografías que circulan. En el volumen Fuegos, vierte confesiones sentimentales que atribuye a figuras históricas. En el capítulo Antígona o la elección, dice: “Amar con los ojos cerrados es amar como un ciego. Amar con los ojos abiertos tal vez sea amar como un loco: es aceptarlo todo apasionadamente. Yo te amo como una loca”. Y en Patroclo o el destino: “No hay amores estériles. Y es inútil tomar precauciones. Cuando te dejo llevo dentro de mí el dolor, como una especie de hijo horrible”.
Su postura era la de una bruja orgullosa, consciente de su estirpe pagana, heterodoxa, vinculada a saberes esotéricos y recursos provenientes de la Antigüedad, la Edad Media y Oriente. Observaba en el presente su rápida disolución, su futilidad. No obstante, fue una vividora auténtica, adoraba las aventuras y la sofisticación en todos los planos de la vida. En sus novelas aparecen emperadores, alquimistas, dioses. Se apodera de sus voces para discurrir. Por cierto, no es una invención de Yourcenar este acercamiento a la literatura. Forma parte de una tradición de expatriados de sus épocas, cuya perspectiva está inspirada en apropiarse de las similitudes entre los mitos, los héroes y la realidad. El poeta alejandrino Constantino Kavafis, cuya primera traducción al francés prologó Yourcenar, es un caso semejante. Comparten, además, las pasiones ocultas, un pudor descarnado a la hora de mostrar su yo. Prefieren las máscaras, creen que son más auténticas que las revelaciones íntimas, aunque las efectúan de igual manera. La sexualidad estaba para ellos sujeta a los valores del pretérito, deseaban con fervor, envueltos en la angustia y refugiados en la soledad.
La autobiografía de la Yourcenar, El laberinto del mundo, está compuesta por tres partes: Recordatorios, Archivos del Norte y ¿Qué? La eternidad. Lejos de las visiones con pretensiones de objetividad, realistas, lo que impulsa este proyecto es exhibir el repaso de periodos, etapas, y maneras de concebir la realidad desde la vejez. Es un inmenso ensayo con la finalidad de explicarse a sí misma y entender sus circunstancias. Basta con leer algunas páginas para aceptar lo que Italo Calvino señaló: es un universo, una investigación sobre la belleza, la moral y la familia. El lugar en que su ubica la protagonista está marcado por la modestia. Pocos hilos conducen con mayor eficacia que la actitud discreta, introspectiva, sin gravedad para referir los estados emocionales de una singular crónica personal.
Ausente de los titulares y de premios, Marguerite Yourcenar, jamás se esmeró en formular diagnósticos con la finalidad de explicar el devenir. Quizá eso ayuda a entender por qué no es tan citada, a pesar de su pertinencia en asuntos como el poder y el erotismo. Nunca fue una ídola, se inclinaba por los amigos y por disfrutar de los desafíos que le imponía su curiosidad.