Columna de Matías Rivas: Molly Bloom

Nora y Joyce
Joyce y su mujer, Nora Barnacle.


El Ulises de James Joyce es un libro cuya lectura implica establecer una relación estrecha con el lenguaje. Un vínculo literario, musical y gráfico. Muestra nuevos aspectos de los sujetos modernos. Explora la conciencia, la sensibilidad y las pulsiones con nervio y erudición. Es difícil quedar indiferente ante un desafío tan enorme y simple como el que Joyce propuso: contar la existencia de un hombre común, Leopold Bloom, durante 24 horas, sin dejar de lado ningún aspecto de su ser. La filiación con la Odisea de Homero es ineludible.

La primera vez que leí Ulises fue de adolescente. Me obligué a hacerlo. Había investigado respecto a Joyce y su proyecto de escritura. Necesitaba conocerlo pese a mi ignorancia. Lo hice en la antigua edición de Santiago Rueda, la primera en español. Fue una experiencia que excedió lo que entendía por leer. Comprendí algunos tramos, en otros me extravié, pero no me detuve. Intuía que ciertas obras solo se disfrutaban luego de acabadas. Este es el caso, quizá, más extremo. Con el tiempo se desentrañan pasajes que parecían oscuros. Es un universo. Y para conocerlo, definitivamente, hay que recorrer sus episodios y volver a las secciones preferidas.

Joyce amplió las técnicas narrativas en cada una de sus novelas. La percepción y las emociones de los personajes son registradas desde diversos ángulos. En Retrato del artista adolescente dio los pasos iniciales hacia un camino experimental que terminaría con Finnegans Wake, un texto ultrarradical. En Ulises sintetiza una variedad de enfoques. Atraviesa por el realismo, las fantasías, el humor, la escatología. Describe la incomodad y el placer del cuerpo, la ciudad y la comida unidas al temperamento y, por cierto, las interferencias del inconsciente en la vida corriente.

El carácter de Joyce no era fácil. Y su ego, tan enorme como su genio. Señaló que el Ulises estaba diseñado con tantas citas y alusiones que los expertos podían demorarse tres siglos en descifrarlo. Sus destrezas como prosista rebasan los límites, lo llevan a desarrollar innovaciones que continúan siendo estudiadas. La habilidad para la parodia es esencial en su repertorio. Pero es en las últimas decenas de páginas del volumen cuando logra uno de sus aciertos definitivos. En ellas muestra el estado de semisueño de Molly Bloom, esposa del protagonista. Lo que acontece en la mente de una mujer amerita cambiar la sintaxis, la lógica y la puntuación. En ocho largas frases, sin punto y aparte, lleva al monólogo interior a su mayor expresión. Las asociaciones de palabras parecen estar unidas por una libre musicalidad que les otorga una consistencia peculiar. Muestra el trajín rutinario de ella, sus imágenes recurrentes y detalla las experiencias y pasiones que sintió por distintos hombres.

En varias ocasiones vi a Germán Marín en un café abstraído en el Ulises. Leía solo la parte final que había desprendido de su tomo. El denso, burbujeante y sexual soliloquio de Molly le fascinaba y, sin duda, dejó huella en su prosa. Consideraba un privilegio ser testigo de lo que le sucede a una mujer, rebosante de deseo e inquietud, cuando está en la cama junto a su marido antes de dormir. Sin inhibiciones, Joyce transcribe los pensamientos de Molly. Es una mujer cansada y la insatisfacción la acosa. Después de muchas vueltas sospechamos que prefiere a su amante Blazes Boylan. Sin embargo, está aferrada a Leopold por raíces insondables.

El material que utilizó Joyce con el fin de captar lo que está oculto, reprimido en las mujeres, son las cartas que le respondía su pareja, Nora Barnacle, a sus morbosas preguntas. La obsesión de ambos por averiguar los anhelos, fobias, recuerdos y fijaciones hacen de este epistolario un documento que no le teme a la pornografía. Juegan a calentarse el uno al otro con sus testimonios impúdicos. Extrajo el tono, la respiración, la obscenidad y lo banal de esas misivas. Tuvo el talento y la frialdad para trabajar con su intimidad sin destruirla.

El Ulises apareció en 1922, en París, gracias al empeño de la librera Sylvia Beach. Algunos sostienen, con razón, que se trata de una fecha que modificó la cultura. Una bomba que estalló en diversas lenguas. Causó admiración, revuelo, envidia y censura. La crítica de la época quedó abismada por la osadía y el ingenio de Joyce. Virginia Woolf, en cambio, se queja en sus diarios de su crudeza y vulgaridad. Orwell tampoco le concedía mayores gracias. Más allá de las opiniones de algunos pocos, su irradiación fue inmediata y con repercusiones múltiples. El psicoanálisis se sintió impugnado. Es más: Jung y Lacan dedicaron sagaces meditaciones al Ulises. La hipótesis de que Molly abrió al feminismo un espacio inmenso todavía es discutida.

No he dejado de volver al Ulises. A veces lo abro y leo unos párrafos y lo dejo. Incluso, escucho al mismo Joyce leyendo ciertos fragmentos. En su juventud fue un frustrado cantante profesional. Entona una especie de melodía que a ratos acentúa con fuerza. Su voz suena remota. Conectarse con la parte musical es importante para disfrutar de su composición.

El capítulo de Molly es insuperable dentro y fuera del Ulises. Tiene algo de hipnótico. Lo recorre una corriente libidinal que se mantiene punzante. Descubre aspectos femeninos que suelen ser omitidos. Ni la limpieza ni el orden ni la moral tienen presencia en su devenir. Libre de represiones, por la cabeza de Molly se cruzan sus ansiedades con la rabia y la lujuria. El ensayista Cyril Connolly señala que Joyce investigó “la insidia y la invencibilidad de los principios femeninos personificados por Molly Bloom”.

El acceso a ese discurso es poético. Circula a distintas velocidades, según lo que va expresando. Es el delirio de la duermevela. Entregarse al fluir, dejarse llevar, es la posibilidad que más satisfacción trae como lector. Si bien cuesta superar los códigos convencionales adquiridos, es un ejercicio imprescindible sacudirse de los estereotipos. Hacerlo permite sintonizar con las capas más intensas y recónditas que conforman el espesor humano, como el mítico final del Ulises: “él me preguntó si yo quería sí para que dijera sí mi flor en la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí”.

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