Columna de Matías Rivas: Noches de invierno en Santiago

Noche


Esta semana salí cuatro noches. La ciudad a medida que la penumbra invade la atmósfera va mutando. Es difícil saber a qué atenerse, pues los horarios de las tiendas y restaurantes aún están colgados a los tiempos del estallido social y la pandemia. Comer pasadas las once de la noche solo es posible en lugares determinados. El resto cierra antes y, si uno pregunta por qué, la respuesta es que los trabajadores necesitan llegar a sus casas temprano. En el fondo, están sugiriendo que tienen miedo y que optaron por protegerse ante cualquier inminencia.

Caminé con placer horas, estuve en esquinas largo rato, anduve en taxis y Uber. Quedé perplejo ante las calles vacías de la ciudad. Una de las explicaciones es el frío seco que destempla y cala hasta los huesos, en especial, de madrugada. La mayoría se guarda a ver televisión y cocinar. Dormí a horas fuera de lo común, y aproveché de leer una novela de Jim Thompson, La huida. Es la historia de un matrimonio turbio: un gánster de poca monta y su atractiva mujer, expertos en ejercer el arte de traición y la cruda violencia. Es un libro con un pulso narrativo que toma los nervios. Los personajes están torcidos, desconocen la ley, operan según sus ambiciones sin piedad. Cuando piensan, lo hacen para tramar el próximo golpe y continuar sobreviviendo con terror y con las ambiciones a tope. Quedé tan embalado que vi la película inspirada en el libro, dirigida por Sam Peckinpah con actuaciones de Steve McQueen y Ali MacGraw. Es una adaptación que causa las emociones idénticas a la lectura. En ella perturba la belleza corrupta de Carol, la osada mujer de un delincuente, que es capaz de seducir y librarse del peligro que la acecha y excita.

Después de una comida, mientras esperaba que me pasaran a buscar, empecé a conjeturar sobre si Jim Thompson estuviera vivo y en Chile. Creo que se metería en sitios incómodos para darles voz a los inaceptables. Supongo que sus personajes serían narcos, traficantes de extranjeros, sicarios o sujetos parapetados en el sur con ganas de hacer justicia por sus manos. Nada de esto acontece en la narrativa chilena. Las voces que se oyen son exclusivamente la de las víctimas o la de tipos perplejos, dislocados. El realismo –en general– no se inmiscuye en la zonas donde la pasión y la psicopatía se fusionan dando espesor a caracteres repulsivos y, a la vez, fascinantes. Parece estar vedado crear ficciones basadas en la actualidad, donde la voz del mal tenga relevancia y cautive al lector.

Una de las curiosidades de estas noches es ver repletos los pocos locales abiertos. Sin duda la gente se junta más en las casas, se nota el bullicio en las terrazas de los departamentos, mientras comen y conversan sin privaciones. A lo que se suma que es más barato, seguro y no hay horario de cierre ni protocolos que obedecer. Pedir por delivery es una posibilidad que está más en sintonía con estos tiempos, que no ha dejado de ser puertas adentro. Me cuentan de fiestas bailables, en livings de casas y pequeños departamentos con mayores de edad participando embalados hasta caer al piso de entusiasmo y borrachera.

Un taxista experto en temas varios, me convenció de que comiera un completo preparado a la manera venezolana. Fuimos al sector de Tarapacá con Santa Rosa, a una especie de plaza en la que se juntan carritos que venden esta exquisitez en versiones múltiples. En lo esencial, se diferencian de los nacionales porque llevan papas fritas, aliños, salsas, y la salchicha está dispuesta en el pan de una manera distinta. No fue tan sencillo comprarlos, ya que estaba lleno, había que hacer cola. Era tarde y los consumidores eran parejas y personas que hacían un alto en sus trayectos para comer antes de llegar a sus hogares. Casi todos eran jóvenes, muchos con sus motos de trabajo estacionadas cerca. Otros eran vecinos. El panorama se distinguía por lo calmado, sin gritos, ordenado por la premura. Al volver, advertí que la oscuridad empezaba escasas cuadras más allá. Vi hombres que fumaban con la vista puesta en sus celulares, único punto de luz en medio de la negrura. Absortos, se confundían con las sombras en una actitud orgullosa, digna de sujetos que manejan los códigos de forma que no temen. Están en su territorio.

No sé a qué hora comienza el insomnio. Existe el mito de que a las 3 a.m. se produce un punto de quiebre, que se pasa a otro espacio mental, menos consciente, en el que aparecen los espectros privados sin represión. Intuyo que es solo una leyenda que circula entre los desvelados para consolarse. Hay una etapa de la noche que habitamos y otra en la que nos recogemos. Durante unas horas el silencio ayuda a sentir cuestiones que suelen olvidarse en la vigilia, como el ruido de los pájaros, el crujir de la madera y la soledad para entregarnos al reposo. Es un proceso en el que el cuerpo gradualmente baja la guardia y cae a la duermevela. El sueño se cuela en la visión de lo real sin estridencias. Las letras de lo que leemos comienzan a perder nitidez y las imágenes de lo que especulamos sacan la mirada del exterior y la depositan en la conciencia aún despierta. Considero que es un espacio trascendental cuando fluye la libido sin represión y todavía podemos dejarnos entregarnos a su tirantez, entre angustiante y lujuriosa. Maurice Blanchot es cortante respecto de esta situación: “El que duerme mal se envuelve y revuelve en la búsqueda de ese lugar verdadero del que sabe que es único, y que sólo en ese punto el mundo renunciará a su inmensidad errante. El sonámbulo es sospechoso porque es ese hombre que no encuentra reposo”.

Las noches heladas inducen a la melancolía, en especial, los domingos. Esquivarlas es un destreza que no he logrado aprender.

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