Columna de Matías Rivas: Pablo Neruda, envuelto en silencio

Pablo Neruda


La vida de Neruda está plagada de canalladas. Sin embargo, no se puede obviar su importancia meridiana para la lengua española. Sus obras definitivas: Veinte poemas de amor y una canción desesperada y Residencia en la tierra modificaron el idioma. Delineó nuestra identidad y el paisaje que observamos: desde las cordilleras hasta las plantas y animales. Parte de la historia del siglo XX es difícil de comprender sin su influencia a nivel político y estético. Fue decisivo para autores como Gabriel García Márquez o Elizabeth Bishop.

Juzgar a un escritor por episodios de su biografía es un ejercicio de barbarie cultural con precedentes nefastos en la historia, en especial cuando funcionaba la Inquisición. No obstante, se continúa con estas prácticas en nombre del bien, de un futuro sin abusos, lo que implica la censura de protagonistas del pasado en un acto de una justicia póstuma. Neruda fue borrado de la conmemoración de los 50 años del Golpe, pese a que murió pocos días después y era un tipo gravitante en la cultura en plena Unidad Popular. Hacerlo fue un acto de ineptitud, una ofensa en nombre de la justicia moral, que aconteció justo después de que la justicia declarara que su muerte no había sido articulada por una conspiración política. El mundo editorial se plegó al ninguneo: no publicaron ninguna edición en alusión a la efeméride. Los medios de comunicación, en general, pasaron de largo, fieles a sus limitaciones. Da vergüenza el silencio del Partido Comunista, de quien fue uno de sus máximos íconos.

La historia de la literatura jamás ha sido un terreno de puros. Demasiados han cultivado el camino de los excesos. Partiendo por los antiguos hasta llegar a Simone de Beauvoir o William Burroughs. En la Ilustración francesa, el Marqués de Sade comprobó que la razón permitía justificar todo, incluso las aberraciones. No han sido en vano los territorios abiertos por el inmoralismo y su ética del extravío. Las fechorías de Neruda consisten en dedicarle una Oda a Stalin, confesar tropelías sexuales y abandonar a una hija enferma. Son vilezas, qué duda cabe. Pero no deben confundirse ni opacar sus aciertos como poeta al describir la naturaleza y el amor. Pocos han logrado conmover a tantas generaciones con versos llenos de ambigüedad y pasión.

Al leer a Neruda es difícil encontrar al monstruo, a su caricatura. Con lo primero que uno se topa es con la melancolía de un hombre quebrado por dentro, preso de emociones lúgubres, conocedor de la soledad en su raíz más honda, la que conduce a la muerte. Admiraba a Quevedo con devoción, al igual que a Baudelaire y Walt Whitman. Practicó, como ellos, una metafísica extraña, llena de contradicciones, en la que el cuerpo y el deseo ocupan un espacio trascendental: “Largamente he permanecido mirando mis largas piernas, / con ternura infinita y curiosa, con mi acostumbrada pasión, / como si hubieran sido las piernas de una mujer divina / profundamente sumida en el abismo de mi tórax”.

Intuyo que la imagen de Neruda comenzó a erosionarse con la banalización de su personaje. La obra Ardiente paciencia de Antonio Skármeta fue un primer paso para dejar atrás su poesía y centrarse en anécdotas vanas. Aparece como un poeta maduro y simpático, un tonto amable, que intercede para que el cartero seduzca a una mujer. Es una mirada superficial que opaca la envergadura del sujeto en su complejidad.

Tampoco han ayudado las miradas complacientes, aquellas que niegan las zonas oscuras y adolecen de una postura crítica. Los nerudianos eran una pandilla hostigosa y relamida, que se alimentó por décadas de estudios inconducentes y lapidarios. Despreciaban a los que no tenían acceso privado a Neruda y sus casas, o a sus estrechos vínculos. Intentaron controlar lo que se opinaba con rigor partidista. Terminaron sepultados por el aburrimiento que generan sus interpretaciones. En cambio, la perspectiva de Jorge Edwards en Adiós poeta aún guarda interés. No se ajusta al retrato convencional. Se enfoca en las habilidades sociales de Neruda, relata su forma de trabajar, su estilo y trato amistoso, narra sus repliegues y la libertad que tenía a la hora de verter opiniones y proceder.

En los noventa, con Roberto Merino, reunimos cientos de entrevistas a Neruda con la finalidad de armar un libro. Nos tropezamos con un individuo muy distinto al que presumíamos conocer. Era un entrevistado amable y agudo, con humor y conocimientos heterodoxos. Nicanor Parra –que lo admiraba con distancia y conocía sus versos mejor que los especialistas– me corroboró que se trataba de un conversador infatigable y astuto. Y en ocasiones, un polemista feroz, un enemigo letal.

Olvidar a Neruda es una postura frívola. Harold Bloom en El canon occidental intentó reducir su importancia y acabó dando explicaciones por su falta de criterio. Corresponde distinguir sus etapas, disfrutar de su talento sin parangones, de su tono íntimo y de su épica. Era un hombre exagerado y egocéntrico. Su vida privada continúa siendo auscultada y sus libros circulan más allá de lo predecible. Me inclino por profundizar su lectura en vez de eludirlo. Forjó el lenguaje con el que todavía hablamos. Lo expandió con maestría. La belleza que prodigó es extensa y variada. Supeditarla a sus incorrecciones en vida no tiene destino. Primará la emoción que suscitan sus poemas en los apasionados.