Columna de Matías Rivas: Yanko González
Su primer libro, Metales Pesados, es una apuesta precursora, en la que se escuchan con nitidez las voces de dislocados miembros de tribus marginales. Drogos, punks de provincia, sicóticos, viejos alcohólicos, jóvenes pop y callejeros desviados en sus delirios, madres locas y otros perturbados.
Yanko González es un poeta singular, imprescindible, por la contundencia de su obra y por su tarea como intelectual y editor. Su primer libro, Metales Pesados, es una apuesta precursora, en la que se escuchan con nitidez las voces de dislocados miembros de tribus marginales. Drogos, punks de provincia, sicóticos, viejos alcohólicos, jóvenes pop y callejeros desviados en sus delirios, madres locas y otros perturbados. Es un conjunto estridente, que resuena al leerlo hoy con una potencia intacta. En los poemas se oye el aullido melancólico, la frustración y el hastío de quienes están aplastados y lejos de ser vistos: “Estoy a razón de un barco seco. Ladrando a deriva mi escorbuto”. Es una reunión de dañados que organiza el autor con una sofisticación técnica tal que permite capturar la sintaxis rota de cada integrante y sus tonos. Son distintas generaciones cruzadas por la alienación, el afán de no someterse y el placer de caer. Todos se expresan de forma única, unos balbucean y otros gritan, hay declaraciones y frágiles discursos privados.
Hace algunos años fui a Valdivia, donde vive Yanko González. Conocí el campus de la Universidad Austral ubicado en una isla. El paisaje es imponente, el río y la atmósfera impregnada de niebla, rodeados de grandes árboles y amplios parques verdes. Los alumnos y profesores circulaban por una ambiente frío y bucólico. Fuimos, junto al escritor argentino Washington Cucurto, a participar de un recital con González en la que fuera la casa Luis Oyarzún, convertida en centro cultural. Recuerdo que la situación era reducida a una escena que todos los presentes frecuentaban.
Los días helados no se me olvidaron, ni los animales que vi en el muelle: una cantidad no menor de lobos de marinos. Tiempo después apareció Alto Volta, la segunda entrega de Yanko González, en la que vuelve sobre una serie de registros literarios enajenados. La inclinación por el sonido de las palabras es radical. Son voces que se emparentan con las de Metales pesados, pero amplía el rango de la parodia e incluye secciones de una lírica cruda. Uno se encuentra en sus páginas con descripciones de jefes, monólogos de empleadas de casas y cajeras de supermercado, recados a escritores, protagonistas de matrimonios funestos y aquejados por la miseria. Su crudeza quirúrgica tiene un parentesco con Morgue de Gottfried Benn, una serie de exploraciones líricas sobre el cuerpo desecho. En esa línea están los versos de No hay: “tendrás que extender hacia ti esta mano / no queda nada / solo esta bengala húmeda que se dilata / una red de piel parchada. / algo de aceite en las articulaciones de los labios. / manchas de pena para el borde de tu página”.
Yanko González es antropólogo, sus investigaciones literarias y ensayísticas densifican el campo cultural y recogen el temple convulsivo de una época. Sistematizará su trabajo de campo en dos estudios: La construcción histórica de la juventud en América Latina y Los más ordenaditos. Son espesos, de consulta, repletos de datos y rigor. El primero, analiza la juventud latinoamericana alternativa que se pone al margen del sistema, y en el segundo, indaga la formación de cuadros adolescentes por el fascismo pinochetista. En ambos casos, son sujetos que creen estar por encima de la moral de los otros, la trasgreden y el poder tensa sus vidas.
Por correo certificado me llegó hace un tiempo Elábuga. Grande, diseñado con dedicación, inesperado, trata sobre el suicido. Frío, detallado, es un manual de cómo matarse con delicada pasión, en un gesto parecido a una risa terminal. Son poesías de una emoción objetiva y oriental, íntimas hasta el dolor, muy distintas a las anteriores frecuencias. Es un yo que se mata con dedicación técnica, sondea ese vértigo a través de versos precisos, filudos.
Las primeras ediciones de Yanko Gonzalez son difíciles de encontrar. Por suerte apareció Objetivo general, título que agrupa sus libros y agrega un adelanto de Torpedo, un proyecto visual en marcha. Al leer uno puede darse cuenta de qué manera dialoga con poetas como Rodrigo Lira, Gonzalo Millán, Maha Vial, José Ángel Cuevas y Bruno Vidal
La librería que dirige Sergio Parra trae a la memoria su figura. Son amigos y cuando está en Santiago suele vérsele en ese lugar. Así lo atestigua los habituales del barrio Lastarria. No es fácil ubicarlo, es quitado de bulla y le gusta cultivar la clandestinidad cuando se mueve por la capital.
Converso de vez cuando por teléfono con Yanko González. Me entretiene su discurrir, erudito y heterogéneo, divertido y bueno para las carcajadas, hace disquisiciones sobre la política que me asombran. Observa el tejido social con especial agudeza. Está a cargo de la editorial de la Universidad Austral, en la que ha armado colecciones significativas con autores del nivel de David Antin, Anna Ajmatova y Carl Rakosi. Estoy disfrutando de su última novedad, Shakespeare and Company, las memorias de Sylvia Beach. Es la historia de un legendario sitio en París y, a la vez, el relato de la primera impresión del Ulises de James Joyce. Resulta asombroso constatar la aventura que implicó la producción de este volumen genial, que fluyó y fue censurado antes de salir de imprenta.
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