Columna de Mauro Salazar y Juan Carlos Orellana: Educación escolar, ¿nuevos territorios de lo público?
Durante el petit siglo XX, la cultura institucional permitió proyectar escuelas abrazando una sociabilidad compartida de experiencias bajo la arquitectura de la vieja República (1938-1973). Los Liceos, como espacios de reconocimiento y modos de socialización, edificaron un “ethos de comunidad” que daba cuenta de la razón moderna que portaba la práctica de las intervenciones participativas. Aludimos a una futuridad pública que jugó a favor del fortalecimiento de perspectivas ciudadanas y horizontes compartidos.
Tras una agresiva tecnificación (municipalización de los años 80′), nuestras escuelas experimentaron el outsourcing formativo en un tejido social que no admite ninguna gramática común y que precipitó la desorganización del tejido escolar. Los cambios implementados en nombre de las modernizaciones –gabinetes pedagógicos- no abrazaron consideraciones público-cualitativas, sino competencias e indicadores que han consolidado una “precarización de la creatividad”. Pese a la relevancia de la cultura pública, está ya no puede ser sinónimo de aquel patronazgo estatal o favoritismo fiscal de la vieja República. Con todo, conviene revisar las nuevas esferas de lo público –sus nuevas mixturas y mediaciones- mediante nuevas formas de integración simbólica.
En suma, no se trata de reprogramar ningún monopolio público, cual dogma universal y moralmente superior, sino de resituar una perspectiva en la cual se puedan anudar “políticas de conocimiento”, modos organizacionales de razonamiento entre maestros y alumnos, reforzando una “hospitalidad del compromiso”. El llamado “orden líquido” ha estimulado una obsesión hacia un desmesurado “individualismo”, por cuanto una formación meramente digital, sin sentido de pertenencia, no impulsa la interacción vinculante-relacional de la formación educativa. La mirada cosmopolita de un sujeto no puede ser algo negativo, siempre y cuando ello venga acompañado -mínimo minimorum- de un sentido de pertenencia y de atribuciones de sentido que forman parte de estar juntos en el mundo. De allí que las tradiciones, herencias, memorias y hábitos de la comunidad escolar no están en las antípodas de una iniciativa (neo)republicana que encuentran aquí una forma de continuidad que es necesario resituar.
Sin perjuicio de las virtudes de la modernización, la educación pública ha padecido drásticas reducciones de cobertura, agravando el individualismo posesivo mediante indicadores y servicios. A partir de lo último, existen preguntas sustanciales, a saber, la importancia social, la vitalidad, el arraigo y el porvenir de la educación en comparecencia dependen de una articulación colectiva -un “horizonte movilizador”- hacia los diferentes agentes sociales, los poderes públicos y cada ciudadano. Ello implica retomar prácticas creativas y territorios pedagógicos para que el saber se transforme en acumulación, modificando la didáctica curricular y haciendo confluir la creatividad, la invención y la planificación en un acto-marco dirigido hacia las nuevas formas de “racionalidad colaborativa”. En todo caso, esta imágen es una parte del relato, pues existen también orientaciones discrepantes, cuya finalidad es promover una formación desde la creación cuyo objetivo es transitar de lo público a lo común. Tal propósito requiere una discusión de los fundamentos epistémicos y políticos de la educación curricular. Ello comprende analizar las “relaciones cognitivas”, pragmáticas y técnicas que existen entre lo social, el proceso creativo y las formas de agenciamiento de la subjetividad, explícitas e invisibles, en el currículum estético-pedagógico.
En suma, los bienes públicos son una mediación local-comunitaria que intenta articular los logros académicos de sus estudiantes y su desarrollo integral, habilitándolos para participar crítica y productivamente en la sociedad en el campo económico, cultural, social, y político, desplegando autónomamente sus proyectos de vida, y organizar sus instituciones para promover la convivencia colaborativa –crítica- y la complementariedad entre ellas, incentivando el aprendizaje horizontal, el trabajo en red, y el desarrollo de capacidades formativas a nivel territorial, en todos sus establecimientos. Por fin, un currículum organizado como proyecto cultural implica participación y equipos, explorando las ideologías y los rituales que nombran las memorias, las procedencias y los imaginarios de estudiantes y maestros (comunicación, pensamiento crítico, colaboración, emprendimiento) para el aprendizaje permanente en el marco de “vidas digitales”.
Por Mauro Salazar, doctorado en Comunicación, Universidad de la Frontera; y Juan Carlos Orellana, doctorado en Educación y Sociedad, Universidad Autónoma de Barcelona
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