Columna de Olga Espinoza: Cárceles de máxima seguridad. ¿Es la opción más eficiente?
Recientemente, parte de la agenda en seguridad ha dirigido su atención hacia las cárceles de máxima seguridad. Según el Decreto 90, del Ministerio de Justicia, estas cárceles estarían destinadas a albergar a personas presas consideradas “de alta peligrosidad por su vinculación al crimen organizado, y otros casos cuya peligrosidad requiera de mayores condiciones de seguridad”. Se trata de una medida de carácter excepcional, en la que se adopta un régimen de encierro en condiciones de aislamiento prolongado, caracterizado por el control y vigilancia extrema, y la restricción de derechos. ¿Cómo compatibilizar estas condiciones con la política penitenciaria?
Una primera contradicción surge al constatar que la misión de Gendarmería de Chile, además de hacer cumplir las decisiones de los tribunales, es garantizar que las condiciones de encarcelamiento sean dignas y, además, promover la reinserción para reducir la reincidencia. Sin embargo, un último informe del Comité de Prevención de la Tortura respecto del Recinto Especial Penitenciario de Alta Seguridad (Repas) señala que ninguna de estas dos condiciones se cumple.
A nivel internacional, es posible identificar la presencia de este tipo de cárceles en muchos países. En los EE.UU. están bastante extendidas, sin embargo, algunas autoridades han venido demandado su cierre, dado la casi inexistente evidencia de que incidan en la reducción de la inseguridad, además de sus altos costos y las reiteradas denuncias de vulneración a los derechos humanos.
Algunos estudios han identificado las razones para segregar a las personas encarceladas en este tipo de régimen. Así, Sharon Shalev (2009) describió tres tipos de razones: una segregación punitiva, que implica el aislamiento temporal como castigo por mala conducta; una segregación protectora, que implica el aislamiento temporal para proteger a los reclusos vulnerables; y una segregación administrativa, que implica el aislamiento a largo plazo como medio para gestionar a determinados tipos de reclusos.
Pero una cuestión de fondo, que no se escucha en el debate, es si esta política está “basada en la evidencia”, es decir, si existe información de que la política produce los resultados esperados. Entonces ¿qué se espera de esta medida? Las principales justificaciones son de carácter político criminal: se buscaría confrontar el crimen organizado o incluso la reducción de reincidencia. Sin embargo, colocar a los reclusos en régimen de aislamiento prolongado no es un objetivo, sino más bien un medio para alcanzar un fin. Diversas investigaciones (Mears, 2013) indican que los motivos para la instalación de estas prisiones están asociados a razones de gestión penitenciaria, más que a objetivos político-criminales de reducción de la criminalidad o la inseguridad.
Reconociendo que estas cárceles buscan gestionar el desorden o caos en el sistema penitenciario, vale la pena preguntarse ¿cuál es la magnitud del problema? y ¿cuál es su causa? O, en otros términos: ¿qué grado de desorden y violencia existe en un nuestro sistema penitenciario? Y ¿en qué medida esta situación está siendo causada por un puñado de " internos de alta complejidad”?
La evidencia nacional e internacional indican que la violencia en las cárceles tiene diversos motivos, entre los que están la escasez de programas de reinserción social, las malas condiciones de habitabilidad, el consumo problemático de drogas, las diputas y conflictos importados de los barrios de origen de los internos, entre los más recurrentes.
Pensando en la individualización de la estrategia de control, es necesario reconocer que la reclusión en régimen de aislamiento es una estrategia arraigada que se utiliza para controlar a los presos “difíciles”, pero diversos estudios indican que recluir a una persona en régimen de aislamiento, incluso durante un breve periodo de tiempo, puede provocar graves daños psicológicos. La mayoría de los presos serán puestos en libertad, y si están perturbados y angustiados, o tan institucionalizados que son incapaces de reintegrarse en la sociedad, pueden suponer un mayor riesgo para los miembros de la comunidad (Walsh & Blaber, 2023).
Por todo lo expuesto, vale la pena repensar si la puesta en marcha de una política criminal basada en la instalación de cárceles de máxima seguridad es la más eficiente, pues todo indica que su impacto y potenciales beneficios no superarán los altos costos que conllevan y, sobre todo, que existen otras políticas que podrían ser más eficaces para los objetivos de garantizar más seguridad y menos violencia.
Por Olga Espinoza, coordinadora del Magíster en Criminología y Gestión de la Seguridad Ciudadana, U. de Chile
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