Columna de Óscar Contardo: Aniversarios
Esta semana se cumple un año de gobierno y seis meses de la gran resaca conservadora iniciada después del triunfo del Rechazo. Una corriente de arrastre que comenzó reinterpretando la crisis de 2019 hasta el límite del absurdo, negando su origen en el descontento y describiéndola como una asonada delictiva. Ya no consideran ni la desconfianza en las instituciones, ni el hartazgo frente a la impunidad, ni los abusos como parte del nuevo balance, aunque todas esas variables siguen presentes. La resaca continuó dibujando una nueva línea costera con trazos que recuerdan décadas pasadas: a veces los años 70, gracias a los bloqueos de carretera de gremios de camioneros y los oscuros augurios económicos de los expertos de oposición; otras tantas los 80, cada vez que la bancada republicana exhibe sus mejores argumentos o ejecuta alguna performance de pugilato para frenar un avance soviético que solo existe en sus pesadillas, y en muchas ocasiones una evocación a los años 90, como la patética polémica iniciada porque las cajas de ayuda de emergencia para los afectados por los incendios incluían un par de condones. El ejercicio de remodelación del pasado reciente ha llegado a extremos como el de una encuestadora que pidió evaluar a la dictadura como si se tratara de un gobierno democrático, metiendo en el mismo saco un régimen que operó clausurando el Congreso, persiguiendo y exterminando opositores, con mandatos ejecutivos gobernando con Parlamento y elecciones periódicas.
Los fantasmas de las décadas pasadas han organizado durante esta temporada un cónclave, instalando un ambiente de nostalgia forzosa y alharacas impostadas, como la que surgió cuando Irina Karamanos mencionó en España las campañas de desinformación de las ultraderechas y citó el ejemplo del último plebiscito en Chile. Una opinión en una larga oración subordinada fue estrujada al máximo y Karamanos acusada de estar desdeñando el mayoritario apoyo que tuvo la opción Rechazo. Nunca dijo que esa había sido la única razón de la derrota del proceso constitucional, pero no importaba. El punto para criticarla parecía ser que estaba mal recordar un hecho, como lo fue la difusión industrial de mentiras por parte de la extrema derecha, algo que efectivamente ocurrió. No solo sucedió en Chile durante el proceso constitucional, sino también en la Inglaterra del Brexit y los Estados Unidos de Trump. Volvimos, como en los 90 y los 2000, a mandar a callar a quien constata hechos incómodos y a tratarlo como a un insolente.
Lo que se lleva ahora es calificar cualquier crítica social de manía “woke”, como si la rebeldía consistiera en aplaudir el statu quo que permitía disponer las injusticas bajo la alfombra y disimular los abusos. Lo dicen incluso autodenominados progresistas, acusando al daño que ha hecho a la izquierda abrazar las causas identitarias y el feminismo, como si la pobreza no fuera un asunto que sufren principalmente las mujeres, las personas indígenas y las personas LGBTIQ. Incluso para una dizque izquierda, conservadora y nostálgica de la tercera vía, lo mejor sería volver a la mirada de los viejos varones que suelen recordarnos sus luchas ochenteras y sus gestiones noventeras, con beneficencia, curas choros y chistes de suegras. Para ellos la amenaza está en la “cultura de la cancelación”, ese monstruo del que no dejan de hablar por todos los medios posibles, mientras la corrupción avanza sin provocarles la misma alarma.
En esta temporada hemos sido testigos de la desaparición de todos los grandes temas de largo plazo en la agenda de la oposición: nadie o muy pocos hablan del futuro de la matriz productiva de un país que vive de lo mismo que hace dos siglos, tampoco de las consecuencias que tendrá la automatización del trabajo, ni del modo en que se resolverá la escasez crónica de agua en la zona central. Todo se ha volcado a la urgencia de la crisis de seguridad, cuyos orígenes no están en la gestión actual, sino en la anterior, con el viaje a Cúcuta y un excanciller ausente durante las primeras alarmas de desborde y violencia en la frontera norte. Sin embargo, la oposición, hasta hace un año gobierno, dice conocer al dedillo las recetas más eficaces para acabar con la delincuencia y las transmite en matinales y noticieros. Ojalá las hubiera aplicado cuando estaban en el poder. Cuando se trata de frenar la delincuencia, los micrófonos se hacen pocos para la oposición, frente a la evidencia de los desfalcos municipales en serie ocurridos en administraciones de su sector, en cambio, deciden guardar un estricto silencio.
La debilidad del gobierno es notoria y en ocasiones, como durante el proceso de designación del fiscal nacional o el episodio de los indultos, alcanza tonos lastimeros o derechamente trágicos. La composición del Congreso y un fracasado proceso constitucional lo dejaron en un estado anémico. Los intentos por establecer un sello claro de gestión parecen siempre trastabillar frente a un ecosistema de medios de comunicación hostil y una conmovedora inoperancia comunicacional interna. El primer aspecto, una prensa extremadamente crítica, era un hecho de la causa que debieron tener considerado; el segundo, a estas alturas es una negligencia mayor. Los logros, porque los ha habido, quedan empantanados u opacados por el ruido externo o la torpeza doméstica de una generación política que, por alguna misteriosa razón, tiende a confundir popularidad con frivolidad y a mezclar vínculos de confianza laboral y política con relaciones de amistad. Un cóctel que desde fuera se percibe como un elitismo, bienintencionado, pero muy contradictorio con el discurso con el que se ganaron las elecciones. Tanta informalidad buenista de asado de camaradería y reunión de grupete de los happy few también es un privilegio que vendría bien disimular.
El énfasis en los atributos emocionales de la figura del Presidente -su carisma, la capacidad de establecer cercanía, su honestidad- parece ser la única carta con la que cuenta el equipo de comunicaciones para marcar la agenda: en un año de gestión ese equipo no ha sido capaz de ampliar el registro, tampoco de lucir con mayor destreza los logros de ministerios como Hacienda y Trabajo, o evitar desastres como el ocurrido en Cancillería. Aun así, la hecatombe pronosticada y vuelta a pronosticar por la oposición nunca ocurrió. El gobierno de Gabriel Boric no ha sido el experimento bolivariano que alertaban y siguen alertando los más ansiosos, sino la gestión de un mandatario realista, que asumió la responsabilidad gigantesca de conducir un país con una crisis no resuelta, una nación enfrentada a un contexto de incertidumbre y cambio que no es solo local, sino también un rasgo de época global.
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