Columna de Oscar Contardo: Anticlímax electoral

Elecciones constituyentes


Había que rechazar el proyecto constitucional para volver a conversar. Esa era la idea que repetían hace un año los descontentos por la labor de la que sería, a la larga, una convención fracasada. Los acuerdos que se habían tomado por más de dos tercios de los representantes en la constituyente, y que quedaron en el borrador, eran severamente cuestionados por los sectores políticos más conservadores porque, aseguraban, eran poco representativos. A las voces de la derecha disconforme se sumaron otras, desprendidas de un autoproclamado centro político. Esas voces servirían a su vez de punta de lanza para la campaña del rechazo de salida: un puñado de dirigentes políticos y un par de activistas de sí mismos con un extraordinario sentido de la oportunidad, que manifestaban estar descontentos con el contenido del proyecto incluso antes de leerlo. Advertían que la democracia estaba en peligro y hacían un llamado a la unidad, sugiriendo implícitamente que el texto era fruto de una especie de proceso viciado o de un oscuro malentendido. Calificaban el proceso como poco democrático porque quienes habían resultado ser minoría, no lograban imponer sus propuestas. La consecuencia lógica por haber logrado menos votos, ellos la reinterpretaban como una injusticia lacerante. Se cuidaban de mencionar que las ideas planteadas por la minoría, que no habían llegado al borrador, eran réplicas del texto que la convención aspiraba a reemplazar. A través de sus propuestas era fácil concluir que los convencionales de la derecha no aspiraban a cambios, ni proponían novedades. Aun así, frente a la opinión pública, quienes llamaban a rechazar la propuesta, afirmaban estar dispuestos a hacer reformas, porque tras el estallido habían tomado conciencia de las frustraciones de la gente que se manifestó en las jornadas de protesta. Hasta hace un año, los críticos a la convención, reconocían que las revueltas de 2019 habían sido provocadas por el hastío popular frente a muchas demandas insatisfechas: era necesario un nuevo pacto de convivencia y una redistribución del poder. Los críticos del proyecto impusieron su punto de vista. Ganó el rechazo. Hoy el discurso y los hechos son otros a los prometidos durante esa campaña.

Un año después, quienes aseguraban que junto con llamar a rechazar el proyecto constitucional, aspiraban a una nueva escena política de unidad, sin exclusiones y orientada a hacer las reformas que aliviaran la presión social de generaciones recibiendo jubilaciones miserables, una educación mala y segregada o un difícil acceso a la vivienda, han hecho exactamente lo contrario. Las reformas propuestas por el gobierno han enfrentado una oposición cerrada, sin misericordia. El proyecto de Reforma tributaria, que permitiría entre otras cosas financiar la pensión garantizada universal, ni siquiera fue admitido para el debate parlamentario. Es decir, mejorar las jubilaciones, una de las demandas más urgentes por las que cientos de miles de personas venían marchando desde hace una década, quedó en suspenso. Ahora, dicen, no es el momento. Tampoco lo fue en 1990, ni en 2006. Nunca lo es. No ha habido ni cambios, ni tampoco la unidad tan anhelada hace un año por la brigada amarilla ultracentrista, que una vez cumplida su labor de rostro amable del rechazo, desapareció de escena, o más bien se plegó al flanco derecho del que decían, juraban, no formar parte. En lugar de unidad lo que ha habido ha sido un ataque permanente en la forma de interpelaciones a los miembros del gabinete. La más reciente en contra de Carolina Tohá, ministra del Interior y parte de la generación política protagonista de los treinta años que las dirigencias conservadoras ahora dicen valorar tanto, pero que en su momento fustigaron sin descanso. Ahora van por la ministra Tohá porque “no apoya lo suficiente a carabineros”, en contradicción con la realidad y con lo que ha declarado públicamente el director general de la institución. La ministra que ha hecho todo lo posible por reunir a gobierno y oposición en una mesa de seguridad, ahora deberá distraer trabajo y energías por un acusación absurda y sin fundamento, que solo busca seguir sacando provecho de una crisis delictual que muchos creen que se resuelve a balazos y restringiendo derechos. Ya han logrado su objetivo en parte, levantando una ola de populismo penal que acabó sumergiendo de paso todas las demandas sociales bajo el nivel de la marea.

El escaso interés que provocan las elecciones del próximo domingo, según las encuestas, es el resultado del cansancio de cuatro años intensos en tantos sentidos, del desánimo que provoca en muchos la sensación de haber perdido una oportunidad que no se volverá a repetir mientras estemos vivos, pero también es el subproducto el descrédito de la actividad política. El desprestigio continúa en ascenso sin que a la mayoría de las dirigencias políticas ni a los parlamentarios y candidatos a consejeros, parezca inquietarles. El paupérrimo contenido de las campañas de los candidatos al nuevo consejo solo constata que la crisis avanza. Asimismo, el silencio que mantuvieron todas las voces que se prestaron para criticar duramente el proceso anterior, pero que se han mantenido a resguardo de señalar las evidentes debilidades del actual, solo confirma que nunca se trató de buscar ni un diálogo más amplio ni una instancia de unidad, sino sólo de frenar cualquier cambio y cercenar todo intento de reforma.

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