Columna de Óscar Contardo: Asesinato vicario

Luisgé Martín 2
Luisgé Martín, autor de El Odio, libro cuya publicación fue cancelada por Anagrama.

No podría decir nada de la obra de Luisgé Martín, nunca la leí ni lo conozco, pero señalarlo como una especie de vicario del asesino, lo que ha hecho muchísima gente en redes sociales porque la víctima ha presentado un recurso para evitar la distribución de su libro, es injusto.



La primera aproximación que recuerdo en torno a la idea del asesinato vicario fue hace dos años, por la obra de teatro Girls and Boys, del escritor británico Dennis Kelly. La pieza es un monólogo que recorre la vida de una mujer que conoce a un hombre y decide compartir su vida con él, hasta que en un punto todo se vuelca boca arriba de frente a la tragedia. En Chile el montaje estuvo a cargo de una imponente y conmovedora Antonia Zegers, dirigida por Alfredo Castro. Allí aparece un vértice filoso de una violencia fría que consiste en un sujeto que un día decide castigar a quien alguna vez alguien quiso mucho, dañando algo que esa persona valora más que a sí misma: sus hijos.

En 2011, en el sur de España, un hombre llamado José Bretón asesinó a los dos hijos que tuvo con Ruth Ortiz -una niña de seis y un niño de dos años- luego de que ella le pidiera el divorcio. No fue un arrebato de brutalidad, fue meticuloso, controló todos los pasos de un plan que culminaba con los niños dopados en medio de una hoguera en el campo. Cuando la madre alertó la ausencia de sus hijos, Bretón dijo que se habían perdido durante un paseo. Solo el análisis de algunos restos que no fueron consumidos por el fuego confirmó que en esa pira habían estado ardiendo los cuerpos de los niños. La investigación arrojó que en los días anteriores Bretón compró ansiolíticos, combustible y manipuló planes con sus familiares para asegurarse una coartada. Hubo un juicio por asesinato. El acusado se declaró inocente de los hechos. En 2013, Bretón fue condenado a 40 años de cárcel por la muerte de los niños.

La editorial española Anagrama tenía programado para esta semana la aparición en librerías de El odio, la última publicación del escritor español Luisgé Martín. Escrito en torno al caso de José Bretón, el objetivo de El odio es, según el propio autor, “mostrar los laberintos de la infamia y de la vileza de un asesino”. Martín mantuvo contacto con Bretón a través de numerosas llamadas telefónicas, correspondencia frecuente y una visita presencial a la cárcel. Ruth Ortiz nunca fue contactada por el autor -quien explicó que no lo hizo porque no quería apartarse de su objetivo, el asesino-, tampoco por la editorial. La mujer se enteró por los medios que el libro incluía una confesión de Bretón y detalles sobre los hechos que no habían sido mostrados durante el juicio, por lo que presentó un recurso a tribunales para frenar la venta de El odio, alegando “intromisión ilegítima del derecho a la intimidad y la propia imagen de los menores fallecidos”. El recurso fue rechazado en primera instancia, pero la editorial y el autor decidieron suspender la distribución del libro mientras no se agoten las resoluciones judiciales. Cada uno de estos pasos, naturalmente, ha estado acompañado de zumbido mediático y fervor en redes sociales.

Aun sin haber leído el libro, muchas voces se han reconcentrado en la figura de Martín, acusándolo de misoginia, recurriendo a alguna frase o conducta que revelarían su manera inapropiada de conducirse con las mujeres; de arrogante, porque en este trabajo pretende emular lo que hizo Capote en A sangre fría, o Carrere en El adversario; o de oportunista, porque el caso Bretón captura de manera automática el interés del público español. Cabe recordar que ninguno de esos defectos es un crimen, y que ningún artista aspira a ser un modelo de conducta o simpatía, ¿por qué debería serlo?

No podría decir nada de la obra de Luisgé Martín, nunca la leí ni lo conozco, pero señalarlo como una especie de vicario del asesino, lo que ha hecho muchísima gente en redes sociales, porque la víctima ha presentado un recurso para evitar la distribución de su libro, es injusto. La única crítica personal ética atendible al caso es que Martín no tomara contacto con Ruth Ortiz antes de la publicación. La escritora española Marta Sanz, que sí parece haber leído el libro, lo ha defendido de un modo directo aludiendo a la obra “el respeto y el pudor literario pasan por cómo trates ese tema y por cómo esa manera de representar la realidad es una opción ideológica. En ese sentido, este libro es profundamente respetuoso y tan moral como todos los de su autor”, sin embargo, de momento, pocos podrán contrastar la opinión de Sanz mientras el libro no se distribuya.

José Bretón hizo estallar la vida de Ruth Ortiz, él es un asesino con una escalofriante capacidad para infundir dolor, sobre eso no hay duda. Ella tiene todo el derecho a recurrir a la justicia para protegerse de cualquier cosa que la amenace con padecer una cuota mayor de sufrimiento. Luisgé Martín tenía todo el derecho de escribir un libro sobre un criminal cuya historia es de interés público, y hacerlo desde su perspectiva literaria y no periodística. No tengo una respuesta que resuelva la ecuación entre las partes. De momento, sólo podría especular sobre el modo en que nos estamos enfrentando a la oscuridad del ser humano. Crecí en un mundo en donde los límites aparecían siempre para limitar la representación del goce individual, del cuerpo y el placer. Eran los temas en los que de modo recurrente saltaban las alarmas frente a un libro, una película o una obra visual. Ahora, de repente, todos estamos pendientes de la crueldad ajena, del despiadado lenguaje de ciertos líderes, o de las mentes criminales de sujetos que consideramos monstruos. El revuelo provocado por El odio es un síntoma de algo más profundo, y los ataques personales al autor, la demostración de que la crueldad es una pulsión que se está extendiendo muchísimo más allá de lo que nos gustaría reconocer, incluso como arma para gestionar una moral administrada por las muchedumbres, una constante necesidad de indignación colectiva que tiende a confundirse con justicia.

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