Columna de Óscar Contardo: Buena prensa
La primera denuncia en contra de un sacerdote jesuita ante la Fiscalía ocurrió en 2005, en contra de Juan Miguel Leturia. El caso, sin embargo, fue cerrado por falta de mérito. Casi 20 años después, el expediente confirmó que el religioso habría abusado de al menos 60 adolescentes. Aunque después de la denuncia en Fiscalía hubo un proceso canónico interno que condenó a Leturia al ostracismo, la idea que perduró en la opinión pública fue que se trató de una acusación que no prosperó: la gestión de comunicaciones ejecutada desde la Compañía de Jesús fue impecable.
El historial de abusos dentro de los jesuitas tuvo escasa repercusión mediática durante décadas pasadas. El cura Jaime Guzmán Astaburuaga abusaba de estudiantes durante la confesión y los fotografiaba desnudos; lo hizo al menos desde los 80. Pese a las alertas, Guzmán mantuvo responsabilidades como “director espiritual” de jóvenes. Ese rol cumplió con el futbolista Raimundo Tupper, por ejemplo. Otro tanto ocurría con el jesuita Leonel Ibacache, quien abusaba niños durante la catequesis, y con Eugenio Valenzuela, quien fue denunciado por tres jóvenes que durante años fueron desoídos. Las denuncias en contra de Leturia, Guzmán, Ibacache y Valenzuela ya eran conocidas en 2010 por las autoridades de la Compañía de Jesús, es decir, el año en que las víctimas del sacerdote Fernando Karadima lograron hacer público el registro de abuso de aquel cura. Sin embargo, los jesuitas analizaban los crímenes de Karadima en la prensa como si ellos estuvieran libres de sospecha. Hasta 2017, nunca mencionaron los casos propios. Tampoco eran requeridos por los medios para responder por ellos.
Desde mediados del siglo XX la Compañía de Jesús comenzó a perder poder en la educación de la élite chilena en la medida en que la clase alta fue acercándose a movimientos católicos más conservadores, disminuyendo su influencia en el espacio público. En los 90, este proceso fue revertido en parte gracias a la astucia del sacerdote Renato Poblete. El talento con el que Poblete gestionó el Hogar de Cristo y su capacidad para las relaciones públicas quedaron retratados en el titular de una entrevista concedida en 1991 a la revista Mundo Diners que lo bautizó como un “Apóstol gerente”. El en ese entonces joven sacerdote Felipe Berríos aprendió la lección y lo reconoció en su libro Digerir lo vivido, en donde menciona la manera en que Renato Poblete, a quien consideraba su mentor, utilizó “magistralmente los medios de comunicación”, transformando a los jesuitas en líderes de opinión. Recién en 2019 nos enteramos de que Renato Poblete era un violador de mujeres. Antes de que esa realidad irrumpiera gracias a la valentía de una víctima, Felipe Berríos continuó el legado del “Apóstol gerente”. Bajo su dirección, Infocap y Techo para Chile alcanzaron notoriedad, recuperando, de paso, la influencia perdida de la Compañía de Jesús entre los jóvenes de clase alta y, aún más, atrayendo vocaciones. En paralelo, Berríos comenzó su carrera de líder de opinión, una voz de referencia para un progresismo que buscaba justificar su crítica social a través de una figura religiosa católica de élite.
En marzo de 2022, horas antes de que asumiera el gobierno de Gabriel Boric, fue filtrado el nombramiento de Felipe Berríos -cercano a varias personalidades del flamante oficialismo- a cargo de una repartición del Ministerio de Vivienda. Antonia Orellana, la recién designada ministra de la Mujer, reaccionó objetando el anuncio, que aún no era oficial. Los argumentos para cuestionarlo eran de fondo: en tanto jesuita, Berríos le debía obediencia a su director provincial religioso, lo que resultaba impresentable, sobre todo si era parte de una organización que aún mantenía y mantiene causas por denuncias de abuso cometidos por sus sacerdotes. Para un gobierno que se anunciaba feminista era una contradicción. La ministra recibió una marea de descalificaciones feroces. Aún más, quienes apoyamos su postura debimos soportar insultos y el desprestigio profesional de periodistas amigos del sacerdote a través medios de comunicación. Dos meses más tarde fue dada a conocer la primera denuncia de abuso en contra de Felipe Berríos. La reacción del círculo del sacerdote fue de apoyo incondicional. El abogado penalista a cargo de su defensa ocupó la estrategia de la autodenuncia, común en estos casos. Hay una lógica para hacerlo: las víctimas temen los ataques que recibirán y la revictimización si su identidad es revelada, algo que inevitablemente ocurre en la justicia civil. Como la Fiscalía no puede obligar a quien presente una denuncia en la justicia canónica, el destino más seguro de la autodenuncia es el sobreseimiento. Es lo que ocurrió, con otra ventaja para la defensa: el mensaje que perdura es que la acusación era falsa. La salvedad es que en este caso existen ocho denuncias, no solo una, las que fueron indagadas y juzgadas por un tribunal en el Vaticano.
La respuesta de Felipe Berríos al fallo del tribunal canónico y a la condena recibida -expulsión de la Compañía de Jesús, prohibición del contacto con menores de edad y prohibición del ejercicio público del sacerdocio durante 10 años- fue calificar la justicia vaticana como opaca. Lo sorprendente es que lo descubra ahora y no cuando las víctimas de Leturia, Guzmán, Valenzuela o Ibacache pedían ser escuchadas. En todos esos casos guardó silencio. Tampoco mencionó la opacidad en el caso de Poblete, de cuyos delitos no se conocen pormenores. En aquella época no invocó el debido proceso. Tampoco la responsabilidad que le pesa a la Compañía de Jesús en abusar de la fe pública cuando gracias a una inescrupulosa gestión comunicacional sugería que eran una excepción a la regla en cuestión de abuso sexual. Cuando en realidad no lo eran. Nunca lo fueron.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.