Columna de Óscar Contardo: Carne de cañón
Durante gran parte del siglo XX las formas en que el Estado llegaba al pueblo, a los chilenos más pobres, fueron escasas: una fue la escuela pública; otra, la llamada “asignación familiar”, y una tercera, la conscripción militar. Si no las únicas, eran las más importantes. Los cuarteles eran algo así como la escuela de un pueblo, sobre todo el masculino, que no siempre cumplía con las expectativas de disciplina que los sectores más educados mantenían sobre él. A partir de 1930, por ejemplo, una década de miseria extendida, era un tema de debate público la llamada “crisis moral” de los sectores populares. El alcoholismo hacía estragos entre los varones, existía un sostenido incremento de la ilegitimidad -es decir, de hijos abandonados por padres en fuga- y una debilidad endémica de los lazos familiares duraderos. Cundió la idea del servicio militar como un salvavidas para aquellos que pretendían que sus hijos alcanzaran una estabilidad futura gracias al rigor impuesto por una institución en donde la jerarquía y la obediencia a una autoridad granítica funcionan como moldes de conducta. El clásico cuento El padre, de Olegario Lazo, resulta un ejemplo de lo poderosas de esas aspiraciones: el patrón de un campesino logra que el hijo de su trabajador ingrese a la oficialidad después de cumplir su servicio militar, el muchacho se transforma en teniente, logra su objetivo, pero reniega de su padre cuando él acude a visitarlo. Si despojamos el relato del sentimentalismo -el canasto, la gallina, el hombre viejo desilusionado- aparecen todas las fuerzas activas de una época cuando las posibilidades de que un joven pobre acabara como un peón alcoholizado sin domicilio, o algo peor que eso, eran demasiado altas.
Desde la introducción de la conscripción obligatoria en 1900 hasta el actual servicio militar ha transcurrido en el país más de un siglo de crisis reiteradas, pero creo que subterráneamente ese pacto inicial tácito entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, esa idea de que los cuarteles pueden ser la escuela de un pueblo, ha permanecido y, sospecho, es una de las razones para que la institución continúe generando una adhesión extendida, pese a sus responsabilidades en los crímenes de la dictadura y a la desconfianza amplia y aguda de todas las instituciones tradicionales. Para un sector importante de la población, las Fuerzas Armadas, y particularmente el Ejército, no solo representan un conjunto de relatos épicos en torno a la gesta de independencia o las guerras en el norte, sino la promesa de un orden anhelado y un futuro para unos hijos acechados por un destino peligroso. Una relación que puede ser calificada de paternalista, autoritaria, clasista o misógina, pero que en los hechos, durante generaciones fue la única tabla de salvación que encontraban muchas familias pobres, sobre todo campesinas, para sus hijos. Es parte de la cultura de un pueblo, y eso no cambia de un gobierno al siguiente, ni siquiera después de una dictadura militar feroz. También es la razón para que la llamada Tragedia de Antuco, ocurrida en 2005, significara un golpe desolador: un suboficial y 44 conscriptos murieron de frío por decisión de un oficial que los hizo marchar sin abrigo adecuado en medio del viento blanco de la montaña. No había forma de que un ser humano sobreviviera a esa travesía en esas condiciones. Ganó la arbitrariedad de quien en ese momento ejercía el poder total sobre un grupo de muchachos de origen campesino. Sus familias habían confiado en el Ejército, y el Ejército les entregaba sus cuerpos en ataúdes. La condena máxima por provocar la muerte de 45 jóvenes fue de cinco años y un día de privación de libertad y la recibió el mayor Patricio Cereceda. No sé lo que ocurriría si 45 cadetes de la Escuela Militar murieran en similares condiciones, pero tiendo a creer que la reacción de las autoridades -civiles y uniformadas- y de la justicia no sería la misma.
El pasado 27 de abril, el conscripto Franco Vargas, de 19 años, murió en Putre mientras cumplía voluntariamente el servicio militar. Según Romy Vargas, su madre, él admiraba al Ejército. Tal como en Antuco en 2005, Vargas colapsó tras una marcha a bajas temperaturas y sin el abrigo suficiente. Eso lo sabemos ahora, porque el Ejército inicialmente sostuvo que Vargas presentó “problemas respiratorios” durante un “descanso” y que fue trasladado con vida al Cesfam de Putre, algo que luego fue desmentido: el conscripto llegó sin signos vitales al centro médico. Gracias a la insistencia y la presión de la madre, el caso de Vargas trepó en la agenda pública con el correr de los días, se verificó que otro conscripto había sufrido la amputación de una mano y un tercero permanecía en estado grave de salud en el Hospital Militar de Santiago. Algunos compañeros decidieron contar, entre otras cosas, que un oficial había dicho que Vargas había muerto porque “era su hora” y que “un pelado menos es mejor”. Un sector político, el mismo que busca que los tribunales militares vuelvan a ocuparse de casos que involucren a civiles, juzgó que la muerte de Vargas y las declaraciones de sus compañeros se debían a una tara generacional que les restaba hombría.
Once días después de la muerte del conscripto Vargas, el general Javier Iturriaga, comandante en jefe del Ejército, reconoció lo que calificó como “imprecisiones” en la información dada hasta ese momento y anunció que precisarían “si existió ocultamiento de información o derechamente se mintió”. Además, relevó a dos altos mandos de sus cargos. El caso de Franco Vargas, tal como la tragedia de Antuco, defrauda la confianza que familias y jóvenes tuvieron en una institución que en lugar de tratarlos como compatriotas parece haberlos considerado personas de segunda categoría, poco más que carne de cañón.
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