Columna de Óscar Contardo: “Carrera de relevos”
Una de las metáforas favoritas de la última década para hablar sobre educación y progreso económico individual ha sido la de las competencias deportivas. Lo que suele proponerse es que todos estamos en un campeonato perpetuo para el que debemos prepararnos de la mejor manera, entrenando ciertas habilidades que nos harán avanzar. La promesa es que seremos recompensados nada más que por nuestro desempeño en el estudio y el trabajo; ese sería el único estandarte, el único blasón que cuenta para prosperar. Cuando se menciona el peso de la desigualdad como un freno para que el mecanismo funcione, es decir, que cada uno parte desde un punto distinto y que, en Chile, las distancias de arranque son groseramente diferentes entre una minoría y una enorme mayoría, la metáfora recurre a un elemento adicional: la llamada “cancha dispareja”, es decir, el terreno sobre el que se lleva a cabo la competencia. Existirían problemas de nivelación topográfica, que deben ser superados para que las condiciones resulten coherentes con dos pilares discursivos que los dirigentes políticos y economistas suelen esgrimir: la prevalencia de los méritos por sobre los privilegios de cuna y la idea de una democracia moderna que no combina con viejas costumbres coloniales. En la actualidad, muy pocos se atreverían a ir en contra de estos pilares, al menos, frontalmente; lo que cunde es una cierta unanimidad que se invoca públicamente en todo el arco político. Las discrepancias suelen aparecer a la hora de evaluar los grados de inclinación de esa cancha dispareja y las formas de subsanar el problema.
La falla con esta metáfora es que no se trata de un asunto topográfico, ni de un accidente geográfico del suelo inerte, sino la consecuencia de un orden demográfico heredado, más abstracto, menos evidente a primera vista y muchísimo más vivo, como lo es una mentalidad que privilegia de forma desmedida el origen familiar, la pertenencia grupal y la adhesión a los ritos de esa pertenencia, por encima de cualquier otra cosa. Las puertas no se abren ni se cierran solas: siempre habrá “alguien” que decide a quién dejar entrar para asumir un cargo, promover en un puesto, otorgarle una beca, darle voz en una entrevista, premiarlo en un concurso, nombrarlo en un gabinete o, en el peor de los casos, defenderlo cuando ha caído en falta, como no lo haría con un extraño a su círculo. También es “alguien” quien decide a quién marginar, castigar, silenciar, remover o a quién se deja caer llegado el momento. Cada una de esas decisiones a veces se toman en despachos oficiales, pero la mayor parte del tiempo ocurren en sobremesas, reuniones informales y asados entre iguales. Lo mismo ocurre en la derecha, el centro y la izquierda. Incluso, entre los que dicen querer derrotar el neoliberalismo hay una tendencia irritante a fraguar decisiones en un petit comité escogiendo entre los hijos de zutano, el sobrino de mengano o el excompañero de colegio con vocación de caridad y paternalismo. Círculos que se topan, tramas entre iguales. Un día por ti, el otro por mí: una carrera de posta en donde sólo los cercanos de siempre van tomando el testigo. El poder que suele mecerse sosegado por la camaradería y la pertenencia de clase nunca reconocería que está cerrándole la puerta a alguien mejor calificado para una labor, pero desconocido en su círculo. No lo ven así, porque el mundo entero puede quedar reducido al patio de un colegio o el living de una casa cuando se es lo suficientemente afortunado como para crecer a salvo de la desventaja, lejos de la zozobra, en la comodidad de una red firme de familiares, amigos y conocidos que mantienen la ruta despejada. Esa ha sido nuestra forma de vida, es lo que nos acomoda y lo que nos daña.
Hace una semana, el suplemento Artes y Letras publicó una entrevista a Elizabeth Horan, la biógrafa de Gabriela Mistral. Horan cuenta allí un aspecto de la poeta que resulta incómodo para quienes quisieran verla como una santa o una heroína, pero totalmente coherente a las condiciones que debió enfrentar en su tiempo: Mistral trabajó y planificó su carrera con estrategias y herramientas no del todo sutiles, pero necesarias para acercarse al poder requerido para lucir su talento. Sin esas habilidades fraguadas en la caldera de su enorme ambición, habría sido imposible que una mujer provinciana, pobre, mestiza y lesbiana hubiera logrado llevar su obra al lugar que se merecía. De no haber actuado así su destino habría sido otro. Algo parecido podríamos pensar de Neruda, cuya única ventaja era ser hombre en un mundo a la medida de sus deseos; de Violeta Parra, Pedro Lemebel y de tantos otros hombres y mujeres sin certificación de origen, cuyo trabajo ha construido este país.
Esta semana nos enteramos de que el impecable despliegue de los Juegos Panamericanos fue alterado por un síntoma claro de una forma de convivencia injusta y áspera: dos atletas acusaron al entrenador del equipo de marginarlas de una carrera sin argumentos razonables. Habrían sido avisadas del cambio a última hora, de manera intempestiva y a pesar de todos los méritos que las hacían merecedoras de ocupar el lugar que ya se les había asignado. No había razones para reemplazarlas en la carrera para la que se habían preparado avaladas por sus marcas. O más bien, el único argumento para que las reemplazaran era no venir del sitio adecuado, ni tener parientes en la dirigencia deportiva. Una vez más apareció el respeto como un bien escaso que se reparte entre los conocidos; la solidaridad de género como un valor que no alcanza para todas, y el mérito como un mito que solo funciona cuando no amenaza el orden establecido, ni los rituales de una convivencia dificultosa y asfixiante. La buena noticia en este caso es que hubo quien se atrevió a contar lo que suele callarse; la mala noticia es que seguramente las consecuencias las pagará quien reclamó y se atrevió a exigir lo que le correspondía. Ni más ni menos de lo que le correspondía.
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