Columna de Óscar Contardo: De qué futuro me hablan
Era una época de cambios. Una nueva generación cuestionaba el poder y un nuevo tipo de criminalidad desconcertaba a la policía. Eso comenzó a ocurrir en Estados Unidos durante los años 60 y fue lo que Joan Didion siguió en sus crónicas. Una de esas fue Los que sueñan el sueño dorado, publicada en 1966, en donde relata los pormenores de la muerte de Gordon Miller, un hombre que durante la medianoche de un día de octubre de 1964 murió calcinado dentro de un auto. Los restos de Miller fueron encontrados en medio de una carretera en el asiento del copiloto; había salido junto a su mujer, Lucille. Ella conducía, el auto se descompuso, lo estacionó en la berma y buscó ayuda. Gordon dormía dentro. De la nada el vehículo fue consumido por el fuego antes de que Lucille pudiera encontrar socorro. Esa fue su versión.
La familia Miller era una como tantas familias californiana de clase media, es decir, cumplían con la postal de niños rubios, casa con jardín, una estricta fe protestante de Biblia omnipresente y una aspiración de prosperidad económica y estatus que no lograba ser satisfecha del todo. Un sueño dorado. La policía descubrió que la frustración cundía, sobre todo para Lucille, quien había conseguido un amante al que celaba con desesperación, porque esa aventura le daba algún sentido a una vida clausurada de antemano, mal que mal ella era solo otra chica de esas “para quienes la vida no promete nada más que un vestido de boda blanco hasta media pantorrilla y parir una Kimberly o una Sherry o una Debby”, como reflexiona Didion en su crónica. Finalmente, Lucille Miller fue acusada de asesinato en primer grado y condenada a 10 años de cárcel.
Acercarse a las razones de un crimen inusual es también asomarse a los bordes punzocortantes de un modo de vida tensionado que comienza a cobrar víctimas. En los años 60, que un hombre asesinara a su pareja era considerado un crimen pasional, es decir, matar a una mujer era la consecuencia de un arrebato posible dentro de la relación. Lo raro es que ocurriera a la inversa. La familia Miller y, en particular Lucille, es el fusible que estalla para dar cuenta de que algo peligroso está ocurriendo en el sistema, pero que permanece oculto bajo la albañilería, disimulado por la apariencia.
En 2006, el cuerpo desmembrado de Hans Pozo fue descubierto en un basural de Puente Alto. En 2016, la muerte de la niña Lissette Villa en un hogar del Sename conmovió al país. Las biografías de Pozo y Villa iluminaron esos rincones de nuestra convivencia que permanecían ocultos en una oscuridad extendida entre la burocracia institucional y la pobreza como trampa mortal. Supimos entonces que el sistema político era incapaz de cuantificar la cantidad de niños y niñas muertos bajo el cuidado del Estado. Era un extremo de la cuerda. Hay otro extremo.
En febrero de 2019, un hombre de 94 años, llamado José Aedo, tomó una pistola y le disparó a su señora de 86 para luego suicidarse de un tiro. Aedo dejó una carta explicando que el matrimonio estaba cansado de vivir y de depender de su familia. Chile es el país con la esperanza de vida más alta de la región, sobrepasando los 80 años, pero vivir mucho no es sinónimo de vivir bien: los mayores de 80 son también quienes más cometen suicidio en el país, con una tasa de 13,6 por cada 100 mil personas, entre las más altas del continente.
La mañana del lunes 8 de abril de 2024, una mujer de 80 años, llamada Lorenza Ramírez, salió de su casa en Ñuñoa vestida de monja, arrastrando una maleta. Caminó una cuadra y abandonó el bolso en donde luego fue encontrado el cadáver de Érica Fernández, quien había muerto hacía un año producto de un cáncer. Tenía 58 años. Ramírez y Fernández vivían juntas, fingían ser religiosas frente a sus vecinos y, según la mujer, habrían pactado que si alguna de las dos moría, la otra no daría aviso y mantendría el cadáver en el domicilio. Eso ocurrió. Durante un año nadie notó la ausencia de Érica Fernández. Durante un año hubo un cuerpo descompuesto en una maleta en la casa en donde vivía una anciana que decía ser monja y que, aparentemente, sufre demencia.
Vivimos una época de cambios, un tránsito hacia algún sitio que nadie aún puede describir. Hay transformaciones visibles en curso, veloces, sobre todo las tecnológicas, y otras imperceptibles, como movimientos tectónicos que se desplazan la mayor parte del tiempo de manera sigilosa, hasta que un remezón da cuenta de la falla que se activa.
Vivimos en un país cuya composición demográfica envejece, en donde la natalidad disminuye y la postergación de la maternidad aumenta en todos los estratos sociales. Un lugar en donde tener hijos es caro, y criarlos, un trabajo duro que descansa principalmente sobre los hombros de las mujeres, para quienes la crianza es una demanda constante de perfección y las expectativas profesionales, una condición para prosperar. Un país en donde la clase política en lugar de enfrentar esa realidad como un desafío, y atender las señales que surgen como cortocircuitos -niños pobres abusados, ancianos que se suicidan, mujeres sobrepasadas- decide rendirse a la inmediatez y a la vulgaridad de legislar para la sintonía matinal con proyectos de feriados espurios y llamados a correr bala a diestra y siniestra. De un extremo las generaciones jóvenes atendiendo al mensaje de independencia y autonomía en un entorno de precariedad laboral, del otro, los adultos mayores enfrentando una vejez de pensiones miserables que los acaba convirtiendo en un estorbo para sus familias. Nada de eso parece existir en la discusión política actual, consumida por su propia miseria, un griterío de voraces y rabiosos incapaces de atender a las alertas y, peor que eso, de ofrecer algún futuro.
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