Columna de Óscar Contardo: El caso Emilia Pérez

EMILIA PÉREZ JACQUES AUDIARD KARLA SOFÍA GASCÓN 4
Karla Sofía Gascón como Emilia Pérez en el filme de Jacques Audiard.


Nos disgusta que alguien nos defina. De no ser con un halago, cualquier definición sobre nosotros mismos que venga desde fuera resulta sospechosa. Aunque la identidad propia sea en parte eso, lo que el mundo dice sobre nosotros -una descripción, una opinión, una caricatura-, lo expresado siempre pasará por una aduana interior severa, sobre todo si quien emite el juicio es alguien con tribuna y poder. Porque, a fin de cuentas, definir a otros, nombrar sus atributos, pero sobre todo sus miserias, es un acto de poder.

El director de cine francés Jacques Audiard decidió hacer una película a partir de una historia leída en una novela menor, sobre un narcotraficante que cambia de sexo. Así creó Emilia Pérez, un musical ambientado en México, que sigue la historia de una abogada talentosa, pero sometida al sistema porque su apariencia -piel oscura- le impide escalar posiciones. La fotografía es impecable, los movimientos de cámara, diestros y las coreografías, solventes. El destino de la abogada cambia cuando un narcotraficante apodado “Manitas” le ofrece mucho dinero para que se encargue de arreglar los trámites médicos y legales para cambiar de sexo. “Manitas” ya lleva tiempo en tratamiento hormonal -se abre la camisa para mostrarle los resultados- sin que nadie de su entorno haya caído en cuenta: ni siquiera su mujer, con la que tiene dos hijos. La abogada cumple el cometido. “Manitas” cambia de sexo y de país y se transforma en Emilia Pérez. Ahora no solo es una mujer, sino también una de piel más clara que su versión masculina, con un asistente rubio y amigos refinados. Pérez manda a la abogada a buscar a su mujer y a sus hijos, previamente alejados sin darles explicaciones. Nadie la reconoce, solo uno de los niños que le dice a Emilia Pérez que ella huele a guacamole, como su papá. Se lo dice cantando. Todos cantan canciones sin rima, con frases desencajadas para el oído de cualquier hablante de castellano. El problema es lo que sale de las bocas de los personajes. Audiard ya había explicado que, para él, el idioma español era “modesto”, de países pobres y de migrantes. No como el francés de Gabón, de Costa de Marfil o Congo. Para él somos hablantes de una lengua residual que no reclama matices, porque si los tiene, no importan. Sobre los acentos, ni hablar. No sé cómo reaccionaría una audiencia francófona si ve en una película que personajes que se suponen parisinos de toda la vida hablan con acento québécois, o a un ginebrino discutiendo con un belga en acento senegalés. Pero la historia de Emilia Pérez no es sobre Francia, sino sobre México, o más bien, una película sobre ese espacio imaginado desde Europa y Estados Unidos llamado Latinoamérica, sin distinciones nacionales, la tierra desde donde surgen drogas ilícitas y mano de obra barata.

Un día, Emilia Pérez decide comenzar una carrera de benefactora: financiará la búsqueda de los desaparecidos por el narco usando su dinero y el de otros narcos. Si pudo cambiar de sexo, ¿por qué no cambiar de ética? Si como hombre mandaba a asesinar, como mujer buscará a la gente que ella misma mandó a desaparecer.

El guion es absurdo como lo son las caricaturas, pero el problema es que Emilia Pérez no pretende ser una caricatura, sino una obra de arte. Es como si la revista satírica Charlie Hebdo se empeñara en ser considerada en la misma categoría que Cahiers du Cinemá, o como si a Chespirito lo pusieran al nivel de Juan Rulfo. Sin embargo, la crítica europea aclamó a Emilia Pérez. El Festival de Cannes la colmó de palmas y los premios anuales de Europa, Reino Unido y Estados Unidos, de nominaciones. Emilia Pérez logró 13 postulaciones al Oscar, tantas como Lo que el viento se llevó. En la medida en que la película comenzaba a ser exhibida en Latinoamérica, la percepción cambió hasta reventar en una crisis de relaciones públicas que tumbó a la protagonista, la actriz española Karla Sofía Gascón, quien había respondido todas las críticas como si fueran ataques en su contra -que sí los hubo por su identidad de género-, desdeñando las observaciones sobre el guion y el elenco. Gascón pecó de ingenua y de soberbia: salió a pelear una batalla que era del director, no suya. Audiard le soltó la mano, la dejó sola.

El caso Emilia Pérez, porque más que una película ya es un caso, revela el modo en que un mismo artefacto es apreciado de un modo opuesto según el ámbito cultural de pertenencia. Como si la creación de “lo latinoamericano” hubiera sido desde siempre una labor ajena a los habitantes de este lado del mundo. Y tal vez siempre haya sido así, de hecho, la expresión “latino” en el sentido actual, aplicado a la población de países americanos de habla hispana y portuguesa (y no a lo relacionado con el latín como idioma), fue acuñada primero en Europa y luego adaptada a la obsesión de taxonomía demográfica de Estados Unidos que acomoda su racismo mal disimulado a una burocracia de clasificaciones para distinguir lo blanco de lo no-blanco. Emilia Pérez desnuda esa manera de imaginar lo mestizo desde una mentalidad colonial que lo considera como un elemento decorativo, una escenografía a la que no vale la pena acercarse para comprender, porque no ofrece nada más que colorido folclórico emotivo, despojado de razón o conocimiento. Si hay algo que hace bien Audiard es encarnar aquella mentalidad en su película, solo que, impostando una supuesta sensibilidad por los conflictos raciales, la violencia y por los derechos de las personas transgénero. Un colonialismo mental en formato progresista de bajísima densidad crítica. Una sensibilidad empaquetada para ser abierta en las naciones ricas que hablan en idiomas civilizados, aquellos que viven y piensan en las lenguas de Trump, de Musk y de Le Pen. El dialecto de quienes definen cómo es que se deben contar las historias de los que no son como ellos.

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