Columna de Óscar Contardo: El centro en estado de abandono

Gran flujo de personas y comerciantes ambulantes se observa en el entorno del barrio Meiggs
Gran flujo de personas y comerciantes ambulantes se observa en el entorno del barrio Meiggs.


Cuando la conocí, en 2007, Rosa tenía 80 años, era viuda y vivía en el noveno piso de un edificio en el Paseo Huérfanos. Llegué hasta ella reporteando los reclamos de los vecinos del centro que vivían sitiados por la proliferación de departamentos ocupados como lugares de encuentro para el comercio sexual. Había muchos y desde las veredas pasaban inadvertidos. En McIver, por ejemplo, existía uno que le llamaban el mall del sexo, y a la vuelta de calle San Antonio, varias cuadras colonizadas por revolcaderos que se llenaban a la hora de almuerzo y al final de las jornadas de oficina. El negocio, que solía anunciarse con el eufemismo de “sauna privado”, funcionaba con la lógica de las termitas: alguien compraba un par de departamentos, subdividía las habitaciones y las subarrendaba a mujeres -jóvenes y pobres- que recibían clientes por hora; una vez que se instalaba el primer local, el edificio entraba en decadencia, nadie quería vivir allí, los dueños vendían barato. Las termitas avanzaban ofreciendo, comprando y corrompiendo a administradores y conserjes, sobornando a los encargados de poner orden; aparecían los proxenetas, los tarjeteros que difundían con mayor o menor disimulo la oferta sexual y los traficantes que iban y venían repartiendo dosis a cambio de dinero en efectivo. Quienes permanecían eran los más débiles, como Rosa, que apenas salía a la calle. De los 17 departamentos de su piso, nueve funcionaban como prostíbulos. El pasillo, las escaleras y el ascensor se habían convertido en zonas peligrosas. Usualmente tocaban a la puerta de Rosa por equivocación. Ella resolvió, entonces, conectar una manguera al grifo de la cocina y mojar a los borrachos o violentos que deambulaban por el corredor: “Es tanta la desesperación que dan ganas de llorar”, me dijo apesadumbrada. Ya no recibía visitas. Escribí la nota sobre los vecinos sitiados para una revista extranjera, nunca supe si alguien resolvió la pesadilla en la que vivía Rosa.

El libro La vida secreta de las ciudades, del escritor indio Suketu Mehta, asegura que las ciudades tienen una historia oficial, de la que se jactan, y una oficiosa, de circulación limitada, que corre en paralelo. Mehta también afirma que las ciudades son la expresión más pura de lo que somos los seres humanos, de lo mejor y lo peor de nosotros. Si aplicáramos este principio a la capital chilena, tendríamos mucho de qué hablar: una federación de comunas dispersas; residentes que ven los barrios vecinos como territorio extranjero hostil, y un centro histórico y comercial que funciona como símbolo republicano de una convivencia que aspira al orden y la civilidad. Una aspiración que siempre ha estado teñida por nuestro cultivo de la hipocresía, nuestro pavor a las diferencias sociales y el abandono crónico de todo lo que hemos sido en el pasado.

Después del estallido social, el centro de Santiago -sus calles, sus fachadas, sus plazas y veredas- acumula los escombros de un proceso que lo tuvo como principal escenario de las reivindicaciones desoídas por la autoridad del momento. Fue un territorio doblemente arrasado, primero por las marchas sucesivas, las barricadas, los incendios, la represión sin estrategia ni inteligencia, y por las consecuencias económicas de la pandemia. Ahora cabría agregarle una tercera ola, impulsada por la delincuencia, o más bien los síntomas concretos de la expansión del crimen organizado que parasita de la pobreza a través del comercio callejero. Para quienes viven o trabajan en el centro, caminar por ahí no sólo significa estar atento al bolso de mano, la cartera o la mochila: ahora hay balazos, peleas callejeras, comercio sexual sin disimulo y corros de hombres atacando estudiantes a la salida de las estaciones de Metro. Naturalmente, la solución no es simple, porque la situación es compleja, pero frente a asuntos tan concretos como disparos, basura y el olor untuoso de la comida callejera ofrecida en condiciones sanitarias lamentables, no hay espacio para simbolismos ni discursos abstractos sobre la buena vida, algo que es justamente lo que los vecinos del centro de Santiago -y de varias otras ciudades- ya no tienen.

Los últimos años han estado colmados de declaraciones sobre cambios que anuncian un porvenir mejor para todos, de multiplicación de gestos de reconocimiento a quienes habían sido ignorados por el poder político. El proceso constituyente en curso avanza gracias a esa esperanza en el carril de la historia oficial, sin embargo, hay una historia oficiosa, paralela, cotidiana, que fluye por las calles de las ciudades, dobla las esquinas y convive con una hostilidad que apuñala cualquier épica en un abrir y cerrar de ojos. Una aspereza diaria que puede llegar a tumbar todas las buenas intenciones. La frase aquella de que “las palabras crean realidad” es un cliché tan extendido que puede ocultar de modo siniestro que las obras constantes y sonantes son mucho más efectivas que cualquier fraseo amable, sobre todo cuando las personas perciben que las termitas carcomen su mundo más cercano, sitiándolos hasta el punto de encerrarse en sus propias casas, entre la mugre ajena y los ruidos atemorizantes que vienen de la calle. Cuando eso ocurre, la gente ya no vota más por esperanzas compartidas, sino por quien se haga cargo de limpiar los desperdicios y castigar a cualquier sospechoso. Es el precio final que cobra el abandono.

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