Columna de Óscar Contardo: El dique
La gran dificultad que tienen las dirigencias políticas de los partidos de la derecha para convencer, más allá de su electorado tradicional, que la mejor opción es rechazar el proyecto de la Convención Constituyente radica en que su discurso no tiene una lógica interna. Es como señalar que la salida está en un callejón ciego, pero que, tal vez, saltando un muro incógnito, sea posible llegar al punto de arranque. Ofrecer la incerteza para brindar seguridad.
El proceso que se abrió con el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue la consecuencia de una crisis provocada por la resistencia al cambio y el culto al inmovilismo político. Una parálisis que muchos, aun más allá de la derecha, recomendaron practicar como virtud a pesar de que la acumulación de demandas crecía al ritmo del descrédito de las instituciones políticas, entre ellas, los partidos y el Congreso (incluido el Senado).
Los argumentos para bloquear reformas siempre se buscaban en los resultados económicos del momento. Los índices coyunturales fueron durante décadas la cantera desde donde se sacaba el material para construir un dique sobre el que la presión crecía. Los datos de desempeño económico del país eran también un comodín: cuando los índices eran buenos, los cambios no eran necesarios, porque podían arruinar el momento de auge, pero cuando había crisis tampoco eran convenientes, porque cualquier retoque podía profundizarla. No, nunca, imposible, inconcebible. El letrero de “prohibido avanzar” se extendía por distintas rutas. El más destacado y luminoso se disponía para negarse a atender desde las demandas mayores y más evidentes que convocaron las movilizaciones estudiantiles, o las protestas en contra de las AFP por la crisis de las pensiones. Otros más discretos alcanzaban hasta los derechos del consumidor. Por ejemplo, la posibilidad de fortalecer el Sernac durante un ciclo en que la sensación de abuso generalizado se verificaba en la vida cotidiana fue desechada sin más razones que cuidar los resultados macroeconómicos. En ese caso, la vida diaria de las personas -los cobros indebidos, el pésimo servicio que se ha hecho costumbre en ciertos ámbitos- no importaba, aun más, la señal que dieron al maniatar ese servicio fue que el éxito de ciertos negocios dependía de sacrificar a alguien, o a muchos. Eso, lejos de fortalecer el modelo, lo dañó. Al mismo tiempo, cuando se proponían cambios a nivel constitucional, para justamente evitar una crisis que ya se asomaba, la respuesta que daban los sectores políticos más conservadores es que no eran necesarios, porque se trataba de asuntos que no afectaban el cotidiano de la gente. La experiencia concreta de los comunes y corrientes era utilizada del mismo modo en que se exhibe un comodín para negar los hechos.
La posibilidad de rechazar el proyecto de una nueva Constitución es, naturalmente, una posibilidad y un derecho que todos tenemos. Que alguien juzgue que la propuesta presentada es insatisfactoria o que el trabajo de la Convención no se ajusta a sus expectativas es una posibilidad que individualmente puede solventarse con argumentos jurídicos, económicos o francamente por simpatías ideológicas. Rechazar es una de las opciones, aunque sea por un detalle y no por el todo, es algo respetable. De eso se trata la democracia. El problema surge cuando, por ejemplo, un sector político que persistentemente ha presentado resistencia a cualquier cambio, decide llamar a votar por la opción que mantiene la Constitución de 1980 y al mismo tiempo indica que lo hace para que se abra la posibilidad de reformar las cosas de otro modo, sin siquiera expresar lo que estaría dispuesto a transformar ni el mecanismo para hacerlo. Eso, más que una propuesta, es un desafío cognitivo si se le añaden las justificaciones exhibidas: califican de poco democrático un proceso que se inició con dos elecciones previas y que estableció un quórum de aprobación altísimo que se cumplió largamente para la abrumadora mayoría de las normas aprobadas. En contraste, la Constitución vigente no resiste análisis, por mucho que en un arranque de creatividad le atribuyan la autoría a un expresidente que logró, después de duras negociaciones, un puñado de reformas para hacerla mínimamente presentable.
Si la derecha no logró mayor representación en la Convención Constitucional fue justamente porque nunca propusieron algo nuevo, algo diferente, ni una autocrítica, sino simplemente rechazar desde el plebiscito de entrada y atrincherarse en una bancada que la mayor parte del tiempo ha buscado en la burla a los adversarios una manera de existencia. Resulta extremadamente difícil seguir la lógica propuesta por los partidos de derecha, aun más si quienes se han encargado de hacer las vocerías del llamado a rechazar, desde los partidos políticos, son dirigentes que han estado durante la historia reciente a cargo de mantener las cosas tal cual, negando una y otra vez la posibilidad de cualquier carpintería menor: no, nunca, imposible, inconcebible.
El plebiscito de septiembre es, evidentemente, una consulta sobre un documento específico, pero también es el comienzo del cierre de un proceso largo, extenuante, de una historia de dos años traumáticos iniciados por una crisis que pudo haberse evitado de no haber sido por la tozudez de un sector amplio y poderoso que decidió, en la comodidad de su propia prosperidad, que hacer política era sinónimo de construir un dique de contención. Un sector que después del estallido y a contramano de los acontecimientos, en lugar de intentar escuchar y reflexionar sobre el largo plazo, parece decidido a no ceder en nada y seguir cultivando el encanto que le provoca volver a ofrecer la parálisis como un sucedáneo de la sensatez y el miedo como una herramienta útil para conservar el poder.
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