Columna de Óscar Contardo: El encanto de las motosierras
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Uno de los mayores éxitos de la ultraderecha en el plano de las comunicaciones fue lograr que la palabra “woke” se transformara en una burla internacional, un cajón de sastre en el que cabe todo lo que es considerado absurdo por ese sector político. Y ese es un rango inabarcable. Eventualmente, puede ser considerado woke pensar que el cambio climático es un problema, que la discriminación racial es un asunto repulsivo y que la concentración de riqueza y poder político es perniciosa para la democracia. La expresión se usa en debates y titulares como si fuera el concepto preciso y quirúrgico que no es. Incluso, el acto mismo de reflexionar podría ser llamado “woke”.
En los últimos premios del sindicato de actores de Estados Unidos, Jane Fonda fue distinguida por su trayectoria y también, en cierto modo, por sus conocidas intervenciones como activista política. Fonda recibió el premio y dio un discurso en el que dijo que si ser woke era preocuparse por los demás, entonces ella lo era. El auditorio la aplaudió, era una reflexión coherente con su biografía, pero todo indica que demasiadas personas, cada vez más, dentro y fuera de Estados Unidos, debieron pensar que se trataba de otro discurso edificante de una persona famosa y rica bienintencionada, pero hipócrita. Aquí viene un segundo logro de la ultraderecha: la capacidad de disolver cualquier argumentación del adversario con burlas y empates, eludiendo concentrarse en el punto específico planteado. Señalan y critican a una élite burguesa progresista, aunque sus principales auspiciadores financieros sean parte de una élite muchísimo más poderosa: la de los megamillonarios como Elon Musk. Sus liderazgos apelan a una religiosidad conservadora, aunque ellos mismos en su vida privada no la practiquen. Ni Trump, ni Musk, ni Milei, ni Alice Weidel -la líder de la ultraderecha alemana- han formado familias tradicionales, pero dicen representarlas y buscan defenderlas del acecho “woke”. Asimismo, ninguno de ellos podría considerarse modelos de conducta cristiana si se tiene en cuenta el trato que brindan a quienes no piensan como ellos, aunque se ve que la idea de cristianismo que manejan tiene más que ver con la fantasía de revivir las campañas de las cruzadas que con un mensaje de compasión evangélica. Cada una de estas incoherencias son evidentes, pero no le ha hecho mella a la ultraderecha: han llegado al poder gracias a los votos de millones de personas que o no ven las contradicciones de sus discursos o no les importan, porque la promesa de un gran remezón resulta demasiado seductora como para reparar en detalles. Creo que lo más probable es la segunda alternativa, sobre todo cuando se constata que el grupo demográfico en donde más ha crecido la ultraderecha en votos, al menos en Europa y Estados Unidos, es entre los varones jóvenes menores de 25 años. De hecho, en las últimas elecciones parlamentarias alemanas el 27 por ciento de los varones de entre 18 y 24 años votó por la extrema derecha, mientras que entre las mujeres del mismo tramo etario solo el 14 por ciento lo hizo por esa alternativa.
Qué podrían tener en común hombres jóvenes de distintos continentes como para adherir a un mismo discurso. Tal vez revanchismo frente al avance de la causa feminista que puede ser interpretada por ese sector demográfico como la pérdida de privilegios; o quizás la falta de oportunidades para lograr la estabilidad económica o acceso a la vivienda, asuntos que los varones de las generaciones mayores lograban a esa misma edad y que ellos ven imposible de alcanzar. O quizás ambas cosas a la vez. Dosis altas de resentimiento contra un sistema que, según su percepción, parece no tomarlos en cuenta en una época en donde el futuro es una enorme incógnita que nadie ha sabido descifrar. Un sector demográfico intensamente insatisfecho, viviendo en un ambiente dominado por las nuevas tecnologías que estimulan reacciones instantáneas y respuestas inmediatas con cero tolerancia a la frustración. A esos votantes no les importan las contradicciones internas de un discurso, adhieren a quien interprete y ponga en escena la rabia que les provoca una vida frustrante, y votan por quien prometa una salida rápida rumbo a la prosperidad económica individual. La ultraderecha les ofrece todo eso: borrar de escena cualquier vestigio de disidencia, porque lo que se está llevando a cabo, según ellos, es una batalla cultural. Una vez que triunfen cada uno podrá prosperar gracias a las oportunidades que abre la tecnología financiera, por ejemplo, invirtiendo en criptomonedas. Así lo piensa, al menos, el Presidente argentino, Javier Milei, quien recomendó a sus seguidores en redes sociales invertir en un fraude que promocionó como una manera de recaudar fondos para financiar emprendimientos locales. Hubo solo un puñado de ganadores y miles de estafados.
Mucho del tono altisonante de los dirigentes varones de ultraderecha, de las metáforas de superhéroes con las que comparan a sus líderes, de la manera en la que hablan de las mujeres o de cualquiera que no es como ellos -por fenotipo físico, orientación sexual, pensamiento político-, parece propio de un adolescente más que de un adulto. No el imaginario de cualquier adolescente, sino el de un varón que vive aterrado de enfrentarse al mundo tal cual es. Por eso prefieren agarrar una motosierra, enarbolarla como si en lugar de una herramienta para cercenar y destruir fuera un símbolo sagrado al cual rendirle culto. Una liga internacional de adolescentes secretamente heridos, los matones del curso, que quieren hacer del mundo un patio de colegio a la hora del recreo y a eso llamarle patria. Hacer que todos vivan bajo sus reglas y a eso llamarle libertad.
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