Columna de Óscar Contardo: “Entre Frankfurt y Venecia”

Patrick Hamilton
Patrick Hamilton


En julio ya era un hecho que el espacio que había alojado desde 2009 el pabellón chileno en la Bienal de Venecia no estaba disponible para la versión de 2024. Para quienes conocen el tema, eso significaba una alteración de proporciones en los planes de los participantes en dos sentidos: el primero es que los proyectos que postulan a la selección del envío nacional son desarrollados pensando en una superficie específica que ya no sería la misma, por lo que obligaba a los artistas a reformular sus propuestas; el segundo es que la ubicación del pabellón usado por nuestro país hasta la última Bienal, en el edificio de La Arsenale, le aseguraba cierta cercanía con las grandes propuestas de las colecciones más importantes y reconocidas, eso significaba una visibilidad -para el público general, para la prensa y para los especialistas- fundamental para la representación de un país como el nuestro, con una circulación de sus artes visuales periférica incluso dentro de América Latina.

En ninguna de las entrevistas que el ministro y la subsecretaria de la época concedieron a la prensa durante julio y agosto mencionaron la situación que, sin lugar a duda, significaría un trastorno como el que finalmente ocurrió esta semana, cuando los artistas a cargo de dos de los proyectos preseleccionados -Patrick Hamilton, Joaquín Cociña y Cristóbal León- decidieron renunciar y hacer pública una situación -cambio de condiciones y cronogramas- que en el círculo de las artes visuales ya era conocida. La respuesta del ministerio a través de la prensa fue, tal como en el caso de la Feria del Libro de Frankfurt, confusa: según se concluye de una nota publicada el viernes pasado en El Mercurio, cuando la institución lanzó la convocatoria en junio, el ministerio contaba con que podrían usar el espacio. Sólo después de la convocatoria la organización central de la Bienal de Venecia les habría informado que estaría en restauraciones durante 2024 ¿No era lo lógico tener confirmado el lugar antes de la convocatoria y no después? Ningún arriendo de esa importancia, para un evento de esas características y en una ciudad tan intensamente demandada turísticamente, se hace sin meses o años de anticipación. Tampoco una restauración de un edificio como ese se decide de una semana para la próxima. El mismo viernes en La Tercera, Patrick Hamilton, uno de los artistas perjudicados, dijo: “Yo ya me lo tomo como humillación al sector de las artes visuales”. Hamilton agregó que él votó por el presidente Boric, que no está en contra del gobierno, pero que lo único claro es que en los últimos catorce años y bajo distintos gobiernos, el país tuvo un espacio en el edificio de La Arsenale, y que ya no lo tiene.

La manera en que el gobierno de Gabriel Boric ha desaprovechado la sintonía y el apoyo del sector cultural ha sido desconcertante. Por un lado, una campaña repleta de discursos y símbolos sobre el valor de los artistas; los retratos del presidente acunado por escritores y escritoras; los anuncios de que la cultura estaría en el centro de las preocupaciones durante la instalación de su gobierno. Por otro lado, los hechos: una gestión inicial errática, que repetía la idea de democracia cultural sin que cuajara en acciones o en hechos; que tuvo una orientación sectaria con ciertos gremios, sin avanzar consistentemente en ninguna legislación ni en la orgánica interna de un ministerio que aun funciona como dos cuerpos injertados -consejo de la cultura y Dibam- sin conexión real. Lo que hubo desde el inicio fue una organización improvisada y cuestionada del envío que representaba a la ciudad de Santiago en la Feria del Libro de Buenos Aires, con un diseño programático tan árido como irrelevante; también hubo un rechazo absurdo a participar como país invitado en Frankfurt, explicado primero como una cuestión de plata y luego como un asunto que demandaba demasiado trabajo para llevarlo a cabo; hubo además paros de funcionarios que denunciaban maltrato, jefaturas vacantes que nadie nombraba, una anémica conmemoración del Golpe Militar, un Bafona sin sala de ensayo, el medio siglo de la muerte de Neruda sin homenajes a la altura de su obra y dos ministros que fueron apartados del cargo sin dejar una huella consistente de su paso por el gabinete. Abusando del lugar común, cultura ya no es solo el vagón de cola, sino una especie de carro guardado en una bodega con el que las autoridades de vez en cuando se sacan selfis -en inauguraciones o asados- que suben a las redes sociales para que nos enteremos de lo mucho que les importa. Esto no podía pasar en un gobierno de izquierda. Menos aun cuando las expectativas eran diametralmente distintas. Es, además, dejarle el plato servido a que un eventual gobierno de ultraderecha use tanta inoperancia como argumento para desmantelar la institución que tantos años costó armar. Por lo pronto ya varias voces oficialistas han defendido la desidia del gobierno sobre las ferias y bienales internacionales, argumentando que esos fondos deberían ir a fines menos elitistas. Argumentos populistas de derecha en boca de progresistas bienintencionados.

Carolina Arredondo, la tercera ministra de Cultura en menos de dos años de gobierno, ha heredado una institución que, desde fuera, aparenta estar sin un rumbo definido, sin ideas en las que trabajar y cuyo vínculo con las comunidades de artistas pareciera haber estado determinada por las relaciones de amistad con el poder de algunos y algunas, y no por una propuesta convocante de servicio público con vocación democrática, solidaria, comprometida con la historia del país y, sobre todo, responsable con el deber asumido.

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