Columna de Óscar Contardo: Escenas de crueldad adolescente

En una escena de Adolescencia, la miniserie británica, el hijo del policía que investiga el crimen que está en el centro de la trama le pide a su padre que lo escuche, porque hay algo que el padre no está entendiendo de la relación que había entre el presunto victimario y su víctima. El hijo le enseña al padre policía algunos rudimentos del lenguaje de Instagram que su padre, con una lógica de otro tiempo, solo había considerado superficialmente cuando indagó en la cuenta de dicha aplicación del presunto victimario. Cada emoji cambiaba de significado según el color -le explica el hijo al padre-, una figura pequeñita y banal quería decir muchas cosas distintas alejadas de su apariencia concreta. La combinación de figuritas inofensivas era un argot en sí mismo que podía arruinar una reputación y atraer la burla colectiva. De un lado estaba el idioma de los adolescentes en las redes sociales, del otro, el convencional. En este caso el de las redes sociales parecía haber traspasado la pantalla del teléfono como un torrente de ira que busca un cauce.
Uno de los muchos méritos de la miniserie Adolescencia de Netflix es que lo que vemos nos resulta tan cercano y trivial que resulta imposible no darse por aludido y ver en la representación de esa historia fogonazos que nos resultan familiares. El primero y más obvio, la brecha tecnológica entre generaciones. Al menos desde la segunda mitad del siglo XX, cada nueva generación ha nacido en un mundo tecnológicamente distinto del anterior. El matiz es que la profundidad de esa grieta ahora está resultando aun mayor que en el pasado; las dimensiones de la transformación en curso significan una forma distinta de percibir las relaciones y administrar un vicio que nos cuesta reconocer como parte de nuestro repertorio emocional: la crueldad.
En gran medida la crianza doméstica familiar y la educación escolar inhiben y disciplinan el impulso por ejercer un daño gratuito a quien nada ha hecho para merecerlo y no puede responder frente al ataque. La indefensión y fragilidad de un niño es inversamente proporcional a su capacidad de ejercer crueldad con quien perciba como inofensivo o para ganarse la popularidad del grupo de pares. Un rasgo que en la adolescencia puede pasar del juego a la brutalidad en un pestañeo. En los tiempos que corren, aquello llamado bullying ya no solo se desarrolla en la realidad cotidiana, en donde enfrenta penalizaciones y barreras para desplegarse, sino en ese universo paralelo de las redes sociales. La tecnología digital hizo posible que la hora del recreo se extendiera a las cuentas de redes sociales y la vida digital, en donde las posibilidades de inhibir y disciplinar son escasas, no solo para las instituciones encargadas de la educación formal, también para las familias. Hay varias generaciones ya que habitan esos dos mundos. En uno de ellos las posibilidades de ponerle cerco a la crueldad, un impulso más común de lo que nos gustaría admitir, es casi imposible, sobre todo porque puede ejercerse desde el anonimato y en manada. Cuando eso se mezcla con política, el resultado es desolador y está a la vista. El adolescente matón interno de muchos adultos resucita ansioso de goce.
En un par de secuencias de la miniserie Adolescencia se ve a profesores abrumados recorrer pasillos y salas decorados con mensajes de tolerancia a la diversidad. En paralelo, escolares buscando algún par a quien agredir, desentendiéndose de la autoridad de los maestros, desbordados por una intensidad emocional confusa. Por un lado, una institución educacional abrumada con exigencias y protocolos de acción; del otro, niños y adolescentes habitando en paralelo dos realidades, una de ellas adictiva y omnipresente, en donde no existe refugio para el ataque.
Desde el siglo XIX los modelos de juventud idealizada habían oscilado entre dos lugares comunes: la del muchacho o la señorita incomprendidos arrojados a sus sentimientos nobles que desafían las convenciones sociales, o la del varón idealista que se embarca en una lucha justiciera en contra de poderes opresores. En las últimas décadas aquellas representaciones han ido devaluándose y se mantienen apenas sostenidas por una solitaria Gretha Thunberg, cuya causa ya podría darse por perdida. Lo que ha emergido es una figura nueva, la del líder autoritario que se comporta como un adolescente matón que no respeta los límites ajenos y que despierta admiración entre jóvenes cuya rebeldía consiste en rechazar toda convención que les exija respeto por quienes no vean como sus iguales. El hábitat ideal de la nueva criatura es justamente el de las redes (canales de YouTube, streaming). Es un sujeto cuya misión es difundir una opinión como un dogma, la mayor parte del tiempo ajeno a los hechos, elaborando teorías desde su dormitorio y subiendo “contenido”, que es la manera en que el ecosistema virtual denominó a esa forma de explotación voluntaria que consiste en grabarse y lanzar eso a la red con la esperanza de que genere la cuota de interés necesario como para “monetizar” la actividad. En casos más sofisticados, lo que hacen es invertir en criptomonedas con la ilusión de pertenecer al club de esos adolescentes perpetuos, los megamillonarios tecnológicos, un poder sin contrapesos, una rebeldía sin más reglas que la ley del más fuerte. Tal y como en el recreo de colegio, solo que, extendido globalmente, en un mundo en donde el bullying lo ejercen los nuevos líderes, en nombre de una libertad que muerde y humilla. Ahora hasta el más progre de los ciudadanos se siente autorizado para basurear hasta el asco a quien contradiga sus convicciones.
Cada generación enfrenta un desafío, la actual es la manera en que cierta tecnología desarrollada para acelerar las comunicaciones acabe apurando el rumbo a la barbarie.
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