Columna de Oscar Contardo: Gente buena
Ocurrió hace unos años en un encuentro organizado por una fundación de beneficencia en un salón de la Biblioteca Nacional. La idea era que un grupo de periodistas, entre los que me encontraba, les explicáramos a voluntarios de distintas fundaciones cómo se trabajan las pautas de noticias en los medios de comunicación. Éramos cuatro reporteros de prensa escrita, pero los asistentes insistían en interrogarnos sobre el método más eficiente para lograr ser entrevistado en un matinal de televisión. El objetivo inicial se empantanó: el público esperaba algo -acceso a cámaras, aparición en pantallas- que nosotros no podíamos ofrecer. Un vocero de una célebre fundación religiosa intentó salvar la situación cambiando el foco y preguntándonos por qué la prensa no indagaba aún más sobre el escandaloso historial de muerte y abuso permitido al amparo del Sename. Habían pasado meses desde la muerte de la niña Lisette Villa, el caso que destapó la tragedia, y el tema parecía haberse sumergido nuevamente. Cuando planteó su duda, aquel hombre deslizó una crítica moral sobre el rol del periodismo en el asunto. Mientras mis compañeros de panel le explicaron amablemente los ciclos de las noticias y de las coberturas, yo preferí contestarle de otro modo: la gran mayoría de las fundaciones a cargo de los centros que trabajan con el Sename, como “organismos colaboradores” y en donde se han denunciado los abusos, dependen de la Iglesia Católica. Este dato, le dije, es desconocido para gran parte de la opinión pública que imagina al Sename como un ente a cargo de hogares estatales. ¿Por qué no le preguntas tú al arzobispo la razón por la que cuesta tanto indagar en el tema? Le sugerí.
La bondad puede ser un traje hecho a la medida de las circunstancias, a contrapelo de la justicia. La libertad de informar muchas veces choca con un muro de esos trajes cortados a la medida, y no exactamente por un organismo censor, sino por una cadena de zancadillas, insertos en los diarios, cartas al director y amenazas disfrazadas de consejos destinadas a dejar que las cosas permanezcan tal cual. Que nada se mueva, que los crímenes prescriban, que las víctimas queden sumergidas en la irrelevancia, que los responsables envejezcan y mueran como santos, que el dinero siga fluyendo hacia donde debe seguir haciéndolo. Así funciona, incluso, en el primer mundo.
Los internados para niños indígenas en Canadá fueron creados en el siglo XIX con la excusa de la asimilación cultural, pero en los hechos eran una herramienta de exterminio. El Estado canadiense destinó los fondos para que distintas iglesias cristianas levantaran escuelas hasta donde serían enviados a la fuerza miles de niños indígenas para recibir educación occidental, es decir, “asimilarlos” prohibiéndoles hablar en su lengua y restringiéndoles o negándoles el contacto con sus familias. Entre 1883 y 1996 funcionaron 150 internados; según cifras de la prensa, el 70 por ciento de ellos pertenecía a la Iglesia Católica. Durante todo el siglo XX, sucesivas generaciones de egresados de esas escuelas relataron lo que sucedía en ellas; las rutinas de maltrato, las golpizas, los abusos sexuales y las violaciones cometidas por las autoridades a cargo. Quienes pudieron hacer algo para frenar esa fábrica de sufrimiento prefirieron evitarse problemas o derechamente bloquear investigaciones al respecto. Así ocurrió durante más de un siglo.
Las estimaciones oficiales calculan que durante el funcionamiento de las escuelas de asimilación en Canadá, hubo más de cuatro mil niños y niñas desaparecidos, aunque hay especialistas que elevan el número a más de 10 mil. Eran muchachos y muchachas que simplemente se esfumaban: un número que de un momento a otro ya no estaba. Tal como lo sucedido en el Sename, las autoridades de gobierno y religiosas solo respondían encogiéndose de hombros. Ahora sabemos que muchos de esos niños nunca salieron de los internados, sino que murieron (o los mataron) dentro y fueron enterrados en fosas sin identificar.
Durante las últimas semanas solo en los terrenos de tres establecimientos se han localizado 1.100 tumbas. ¿En qué circunstancias murieron? ¿Por qué sus muertes no fueron reportadas? Frente a estos hechos, el primer ministro canadiense declaró que el país debía enfrentar las injusticias cometidas contra los indígenas con honestidad. El Papa Francisco, en tanto, evitó disculparse a nombre de su institución, sólo anunció que acompañaba en el dolor a los canadienses. La Iglesia Católica, siguiendo su política habitual, tampoco ha hecho públicos los registros y archivos que ayudarían a conocer la verdad de los hechos.
En Canadá, como en muchas partes, la rabia en contra de los crímenes cometidos por religiosos católicos crece y se alimenta de un pasado sembrado de niños y niñas violentados, muchos de ellos hijos de familias pobres. Una historia de fosas clandestinas custodiadas por estatuas, catedrales y por el silencio cómplice de hombres y mujeres, políticos y religiosos, vestidos con trajes a la medida de una bondad impostada para lucir en los cócteles de caridad; protagonistas de imponentes actos de relaciones públicas iluminados por grandes llamaradas de ardiente hipocresía.
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