Columna de Oscar Contardo: Hasta siempre, Juan Manuel

Juan Manuel Vial


Había ocasiones en que debía responder preguntas sobre él. Eso ocurría cuando alguien se enteraba de que lo conocía. Las dudas habituales eran sobre su carácter. Buscaban entender si su talante era el de sus reseñas, si era tan mordaz como sus críticas o si solía decir en la vida cotidiana esas cosas que escribía en el diario. Yo, naturalmente, respondía que era mucho peor, sólo para ver su reacción. Además, les explicaba que con los amigos no tenía piedad. En ese punto les ponía cara de víctima. Tal vez exageraba, aunque no tanto, porque una vez me llamó sólo para indicarme la página y el párrafo de un error en una antología en la que yo había participado. Lo hizo con una voz pausada y neutra, sintió mi silencio y colgó. Es probable, muy probable, que lo haya hecho para desquitarse de algún comentario mío sobre su afición a la pesca (es como dormir siesta en el agua, le dije) o su admiración por Montaigne (un señor aburrido de ser rico viviendo en un castillo en el siglo XV, sostuve). El caso es que cuando me preguntaban por Juan Manuel Vial, yo decía ese tipo de cosas. Pero si me hubiera apegado a los hechos, a la realidad, mi respuesta debería haber sido otra. Podría haber comenzado remontándome a un día, hacia fines de los años 90, cuando llegó a sentarse junto a mi escritorio un tipo alto, levemente desgarbado, con el gesto del alumno nuevo que no quiere incomodar. Juan Manuel Vial era mi nuevo compañero de trabajo en la redacción del cuerpo Artes y Letras de El Mercurio. No fui simpático. Resolví sumariamente que nadie con esa estatura desmesurada y ese gesto bonachón podía ser buena persona. Menos aun caerme en gracia. Me aproveché de su acentuada timidez. Él tuvo la buena idea de aguantar mi bullying que se extendió por semanas, aunque ahora que lo pienso, quizás ni siquiera se dio por aludido de mi plan de sabotaje psicológico. De hecho, para mi frustración, años después se lo mencioné y él me confesó que no lo recordaba, que yo estaba inventando cosas. Como sea, zafó. Bajé la guardia. En cosa de días lo estaba escuchando hablar de Saki, uno de sus autores predilectos, o atendiendo a las lecturas en voz alta de párrafos de su querida Violeta Quevedo, una escritora con un humor deliciosamente absurdo. En su panteón estaba desde la maledicencia de Evelyn Waugh a la rebeldía de Mary McCarthy.

Admiraba las obras literarias, las evaluaba en su propio peso, pero disfrutaba aun más cuando lo que leía tenía un correlato con la biografía de sus autores, como ocurría con la vida crítica de Cyril Connoly y la furia desatada de Fernando Vallejo. Seguí muchos de sus consejos, incluso compré inmediatamente Vieja Escuela, de Tobías Wolff, después de su firme recomendación. Una de las líneas de esa novela la usé como epígrafe de mi libro Siútico, un ensayo que le debe mucho a las ideas y obsesiones de Juan Manuel Vial: era un erudito en altos estudios zapallarinos y en teoría de los círculos cerrados y la diferencia entre el ser y el parecer. Juan Manuel nunca pretendía ser algo diferente a lo que era, por eso nunca me decepcionó. Estaba hecho de madera noble.

No es que siempre estuviera aconsejando sobre literatura. Sólo lo hacía si venía al caso. La mayor parte del tiempo dosificaba sus apreciaciones estéticas a momentos puntuales y ocasiones específicas. El resto lo destinaba, al menos conmigo, para compartir observaciones con efectos cortopunzantes: a veces eran frases breves, otras sólo gestos que yo descifraba con una destreza que él supo valorar. Nos reíamos mucho, nos reíamos de todo, de las imposturas ajenas, de la mezquindad en circulación, pero más que nada, nos reíamos de nosotros mismos.

Juan Manuel Vial no era en la vida cotidiana el crítico feroz, capaz de azotar carreras literarias con una sentencia lacerante; era, antes que eso, un lector capaz de disfrutar tanto la literatura, que cualquier desaguisado impreso lo enfurecía como si se tratara de un insulto. Mientras tuvo un espacio para hacerlo, trazó su propia declaración de principios al respecto. Recuerdo cómo fruncía el ceño cuando leía algo mal escrito; recuerdo cuando me decía que no sobreactuara mis furias; lo recuerdo una tarde en una fuente de soda de la Alameda buscando esa música aburrida que le gustaba en un wurlitzer; recuerdo que admiraba a su padre de un modo sobrio y al mismo tiempo conmovedor.

Había muchas cosas que no entendía de él, cosas como que le gustara navegar a vela -cruzó el Atlántico en un bote con dos desconocidos- o que se definiera como carrerista. Cuando me dijo esto último, poco después de conocernos, quedé sin palabras. Hasta ese momento no se me había pasado por la mente que admirar a José Miguel Carrera podría constituir una adhesión identitaria para personas nacidas en la segunda mitad del siglo XX. Se lo dije. Él respondió cerrando los ojos como quien soporta escuchar una ignorancia descomunal, meciendo aristocráticamente la cabeza en señal de desaprobación. En ese momento me definí como o’higginista, solo para desquitarme. Nunca me quiso decir por quién votaba, en parte porque le entretenía ver cómo me iba desesperando cuando no me quería contar. Le aburría la política, al menos planteada en su forma más pedestre y vulgar. En síntesis, éramos muy diferentes, y en gran medida nuestra amistad consistía en cultivar esa diferencia.

La última vez que escuché la voz de Juan Manuel Vial fue el domingo pasado, permanecía interno en cuidados intensivos; hablaba con dificultad, pero hicimos como si nada, intercambiamos un par de bromas sobre la época en que nos conocimos, cuando el futuro tenía la consistencia de un océano en el que valía la pena internarse. Él lo hizo, navegó, viajó, vivió fuera de Chile, buscó el favor del viento y remontó hasta donde pudo la corriente en contra.

El viernes durante su funeral, sonó una canción de Leonard Cohen que en uno de sus versos dice que hay una grieta en todo, y que por ahí entra la luz. Ahora que lo pienso, Juan Manuel leía buscando esa grieta en cada libro y su amistad me permitió disfrutar algo de la luz que encontraba entre las letras, las comas y los puntos que marcan el final de una historia, y el inicio de las cosas que duran para siempre.